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Tribuna
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El fondo europeo, ¿un nuevo Plan Marshall?

Las ayudas deben servir de incentivo para adoptar medidas necesarias, incluso impopulares

Elena Martínez Ruiz
Pedro Sánchez cuando propuso un Plan Marshall de la Unión Europea, el 23 de marzo.
Pedro Sánchez cuando propuso un Plan Marshall de la Unión Europea, el 23 de marzo.

Tras su aprobación en julio, el presidente de Gobierno español definió el fondo europeo de recuperación como “un nuevo Plan Marshall”. La referencia al Programa de Recuperación Europea anunciado en 1947 por el secretario de Estado George Marshall es recurrente en situaciones de crisis. Pareciera que invocarlo fuera una especie de conjuro que garantizara la repetición de sus positivos resultado.s. No obstante, para discernir si el programa de ayudas aprobado por la UE puede tener un impacto similar es necesario entender cuáles fueron las razones del éxito del que fue, en palabras de los economistas norteamericanos Bradford DeLong y Barry Eichengreen, el “programa de ajuste estructural más exitoso de la historia”.

En contra de la creencia popular, el éxito del Plan Marshall no se basó en la financiación de la reconstrucción que ya estaba bien encaminada cuando el programa comenzó; ni en el volumen de la ayuda, significativo, pero por sí solo insuficiente. Su principal contribución fue facilitar que la política económica europea se centrara en garantizar la estabilidad financiera y monetaria, en promover el comercio y, en general, en asentar un modelo de economía mixta basado en el mercado libre cuyos efectos distributivos más indeseables se corrigieron con un generoso Estado de bienestar. Fueron esas políticas, esas reformas estructurales, las que propiciaron el aumento de la productividad cimentando la etapa de crecimiento económico más intenso de la historia europea.

El Plan Marshall determinó el curso de la política económica a través de la condicionalidad. Los fondos podían convertirse en subvenciones o préstamos a bajo interés para perseguir los objetivos previstos en el acuerdo bilateral firmado con EE UU en el que cada país se comprometía a seguir las políticas de libre mercado promovidas ya en los acuerdos de Bretton Woods. Al propio tiempo, los países participantes debían integrarse en una organización internacional (OECE, más tarde OCDE) financiada con cargo al plan y destinada a presentar un plan conjunto de liberalización del comercio intraeuropeo. El incentivo de la ayuda —o, si se prefiere, el temor a perderla— sirvió para vencer las resistencias internas a esas medidas, evitando que explotaran de nuevo los conflictos distributivos que afligieron a Europa en los años veinte y treinta, mientras la cooperación en el marco de la OECE permitió superar el problema de coordinación que suponía la apertura comercial.

Más allá de la profusa utilización de las metáforas bélicas durante los últimos meses, los problemas a los que se enfrenta la economía europea tras la pandemia son, en cierta manera, comparables a los que la asolaban tras la Segunda Guerra Mundial. También ahora se trata de poner de nuevo a pleno funcionamiento la capacidad productiva subutilizada. La demanda y la actividad económica se han desplomado a consecuencia de los confinamientos. En una espiral destructiva que solo las ayudas públicas han podido ralentizar, las quiebras de empresas van en aumento, el desempleo se ha disparado y muchas familias están agotando sus ahorros a la espera de la vuelta a la normalidad. La incertidumbre acerca de nuevos rebrotes continuará atenazando a los consumidores por un tiempo, mientras la inversión tardará todavía más en recuperarse. Por último, la pandemia está afectando en mayor medida a los sectores más vulnerables de la población, acentuando todavía más los graves problemas de desigualdad que se arrastran desde la crisis anterior.

El Plan Marshall demostró que los países europeos se necesitaban mutuamente para superar su colapso. Décadas de integración económica han acentuado esa interdependencia, pero las últimas experiencias, incluidas las primeras reacciones ante la pandemia, revelaron un cierto decaimiento de aquel espíritu de cooperación. Por esta razón, el primer motivo de optimismo es simplemente el hecho de que sean las instituciones europeas las que hayan tomado las riendas, aprobando un programa de recuperación que pretende no solo compensar los efectos negativos de la pandemia, sino también impulsar una reconversión industrial basada en la transición digital y ecológica. ¿Podrá hacerlo?

La primera lección del plan Marshall es que los resultados dependen no tanto del volumen de las ayudas como del modo en que se implemente el programa y el uso que se haga de los fondos. La condicionalidad es, pues, fundamental. Las ayudas deben servir de incentivo para la adopción de las medidas necesarias, incluso las impopulares. Para que esto sea posible, sin embargo, se necesita un proyecto colectivo que asegure que nadie va a quedar atrás. Esa es la otra lección decisiva del plan. La Gran Depresión puso de manifiesto los peligros de hacer recaer los costes de los ajustes sobre los más desfavorecidos, dinamitando el consenso social. La pasada crisis evidenció que esos riesgos siguen presentes. No se conocen todavía los detalles de su funcionamiento, pero para que el programa suponga un avance será necesario evitar esos riesgos. El Plan Marshall fue una respuesta excepcional a una situación única. La respuesta de la UE a la pandemia está siendo igualmente extraordinaria. Esperemos que también en este caso se trate de una historia de éxito.

Elena Martínez Ruiz es profesora de Economía en la Universidad de Alcalá.

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