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Tribuna
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¿Se encaminan los Estados Unidos a la tiranía?

Trump podría ampliar sus poderes ejecutivos al tiempo que erosiona los tratados internacionales

Emilio Menéndez del Valle
Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, en un acto reciente en Oshkosh, Wisconsin.
Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, en un acto reciente en Oshkosh, Wisconsin.TOM BRENNER (Reuters)

No es descabellado preguntarse si los Estados Unidos de Trump caminan hacia un régimen tiránico, si tenemos en cuenta que sectores de su Administración y él mismo están crecientemente ignorando los límites que los padres fundadores impusieron en 1776 al poder ejecutivo del presidente, con el fin, precisamente, de impedir el surgimiento de la tiranía.

Recientemente ha habido dos iniciativas en esa línea, que han protagonizado el propio Trump y su secretario de Estado, Mike Pompeo. Por un lado, la Casa Blanca ha contactado con un personaje de la época de Bush a no olvidar. Se llama John Yoo. Su currículum lo dice todo. En agosto de 2002, siendo fiscal general adjunto, publicó un documento oficial en el que decía: “La necesidad o la defensa del país pueden justificar métodos de interrogatorio que podrían violar la prohibición penal de la tortura”. En aquellos años, Alberto Mora, un funcionario consciente de las advertencias de los padres fundadores, libró una trascendental batalla contra quienes sostenían que el presidente —en función de una supuesta “doctrina de la necesidad”— podía convertir lo ilegal en legal.

Idea que sostenían determinados funcionarios (y políticos) del Ministerio de Justicia, que argüían que la capacidad de Bush de comandante en jefe para fijar el sistema de interrogatorios primaba sobre los tratados internacionales y las propias leyes federales. En 2006, Alberto Mora pregunta formalmente a John Yoo: “¿Está usted afirmando que el presidente dispone de autoridad para ordenar la tortura?”. Yoo, impávido, lisa y llanamente, contesta: “Sí”.

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Al igual que en 2006 con Bush, John Yoo ha trasladado a Donald Trump el mensaje de que, en función de sus necesidades, puede ampliar sus poderes ejecutivos. Numerosos constitucionalistas y activistas pro derechos humanos norteamericanos acaban de denunciar que este curso de acción es signo inequívoco de que Trump está listo para servirse de esta interpretación in extenso de los poderes presidenciales para suprimir los derechos constitucionales básicos. Uno de estos prestigiosos constitucionalistas, Laurence Tribe, catedrático en Harvard, ha declarado recientemente: “Así es como empieza todo. El hambre dictatorial por el poder es insaciable. Si ha existido una ocasión para una desobediencia civil activa y pacífica, este es el momento”.

Justamente la puesta en solfa, según convenga, de la legalidad y la negación del valor de los tratados internacionales —firmados o no por Washington, pero que constituyen la médula del multilateralismo y del sistema inaugurado tras la Segunda Guerra Mundial (entonces con el pleno apoyo y protagonismo norteamericano)— constituye la base del informe Pompeo. Imbuido de una confianza, a todas luces excesiva, en la capacidad americana de actuar en solitario, incluso sin sus aliados, en la escena internacional, pretende esquivar, cuando convenga, los tratados ratificados con el fin de actuar “libremente” en las relaciones internacionales.

Mike Pompeo presentó en Filadelfia el pasado 16 de julio el denominado Informe de la Comisión sobre Derechos Inalienables, precisamente la cuna donde los padres fundadores sentaron las bases de los valores que serían santo y seña de la república en ciernes. Diversos círculos norteamericanos críticos con la iniciativa la califican de clara deformación de la realidad. El largo y banal discurso de la presentación del informe a cargo de Pompeo facilita la conclusión de que —en un ejercicio más de autoaislamiento y rechazo del sistema multilateral, en el que su jefe es maestro— el secretario de Estado parece estar convencido de que ofrece una alternativa (peculiar) a las propias Naciones Unidas en lo que al sistema de derechos humanos se refiere.

La sustancia del mismo —es un decir— estriba, por un lado, en una serie de banalidades: “A la ONU le falta legitimación democrática”, ante lo que el informe pregona que “mantener una posición de compromiso selectivo constructivo con las instituciones de derechos humanos es razonable”, al tiempo que reitera que “el Tribunal Penal Internacional persigue a americanos e israelíes”. Envidiando, aunque sin mencionarlos, la calidad de “buenos ciudadanos internacionales” que contados países en el mundo detentan, Pompeo insiste en que “Estados Unidos es especialmente bueno, hace el bien en todo el mundo”, y lamenta que, a pesar de ello, el estilo de vida norteamericano sea denigrado. De todo lo anterior responsabiliza (sic) a los medios, especialmente a The New York Times, los marxistas y China. Y por supuesto no se plantea la clásica pregunta “¿por qué nos odian tanto?”.

Es posible que Trump se considere un presidente excepcional. Sus predecesores también lo han creído, aunque no de la misma manera. Clinton y Albright incorporaron a la política exterior el concepto de nación indispensable. Obama matizó: “Lo que nos hace excepcionales no es el quebrantamiento de las normas internacionales, sino nuestra convicción de reafirmarlas mediante nuestros actos... hemos de añadir a nuestros instrumentos de acción exterior la exhortación a cumplir con el derecho internacional”.

Emilio Menéndez del Valle es embajador de España.


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