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Tribuna
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El otro Putin en el umbral de Europa

Turquía todavía no es una nueva Rusia, pero podría llegar a serlo si la situación no se maneja bien. Los europeos deberían dejar claro que el proceso pendiente de acceso a la UE se puede revertir o impulsar

Mark Leonard
Turquía
MARTÍN ELFMAN

Turquía es la nueva Rusia? En las capitales europeas esta pregunta surge cada vez con más frecuencia en tanto el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, adopta una política exterior más agresiva. Además de utilizar la migración para amenazar y manipular a la Unión Europea (UE), Erdogan también ha venido desplegando su poder militar para expandir la esfera de influencia de Turquía en toda la región.

Desde el fin de la Guerra Fría, los europeos han visto la seguridad regional a través de una lente occidental unipolar. Mientras la OTAN garantizaba seguridad militar, la UE —con su reglamento de 80.000 páginas para todo, desde los derechos LGBTQ hasta las ordenanzas de ruido de las cortadoras de césped— ofrecía orden legal. Allá por los años noventa, se daba por sentado que los dos grandes actores regionales no occidentales, Rusia y Turquía, gradualmente se adaptarían a este acuerdo tácito o situación de hecho.

Sin embargo, en los últimos 15 años, el sueño de la unipolaridad europea ha dado lugar a una realidad multipolar. Tanto Rusia como Turquía han tenido una relación de amor y odio larga y tormentosa con Europa, y ambos países se han vuelto más asertivos con líderes nacionales que comparten un desprecio por las normas y valores de la UE.

La ruptura de la relación Estados Unidos-Rusia está bien documentada; la historia turca, no tanto. La guerra de Irak en 2003 complicó la relación de Turquía con la OTAN, y su relación con la UE cobró un giro a peor en 2007, cuando Francia bloqueó una parte esencial de sus negociaciones de acceso a la UE. Turquía desde entonces ha venido forjando su propio camino en Siria, los Balcanes y Libia, así como buscando nuevos lazos con Rusia y China.

Por supuesto, la relación entre Turquía y Rusia no es menos complicada, sobre todo porque Erdogan y el presidente ruso, Vladímir Putin, respaldaron a diferentes bandos en la guerra civil de Siria. El punto más tenso se produjo cuando Turquía derribó un avión militar ruso en 2015. En respuesta, Putin impuso sanciones, lo que sembró el caos en la economía turca y provocó una disculpa poco habitual por parte del presidente turco.

A pesar de ser un aliado de la OTAN, Turquía desde entonces ha decidido comprar un sistema de defensa antimisiles S-400 de fabricación rusa, sin atender las objeciones de Estados Unidos. Y si bien las tensiones por el conflicto en Siria siguen vigentes, Erdogan claramente admira cómo Rusia ha recuperado sus posiciones —a un costo relativamente bajo— como una presencia política importante en Oriente Próximo y el norte de África.

Después de quedar atrapado en una guerra imposible de ganar en el este de Ucrania, la campaña ampliamente exitosa de Putin en Siria pareció restablecer parte de su autoridad doméstica. Occidente había pasado cinco años insistiendo en que no había una solución militar al conflicto y que el presidente sirio, Bachar el Asad, tenía que irse. Pero mientras las conversaciones patrocinadas por Naciones Unidas en Ginebra no llegaron a ninguna parte, las conversaciones patrocinadas por Rusia en Astana parecieron avanzar. Al incluir a Turquía y a Irán y excluir a las potencias occidentales, el Kremlin creó la impresión de que Rusia había resurgido de las cenizas; una superpotencia había vuelto a nacer.

Frente a una creciente oposición en el país, Erdogan ha adoptado el libro de tácticas de Putin. El hecho de que Occidente no esté dispuesto a intervenir militarmente (otra vez) en Libia hizo que Erdogan viera la oportunidad de apuntalar la posición de Turquía. Siguiendo la estrategia de Rusia en Siria, se aseguró una invitación formal del Gobierno libio para intervenir. En un solo golpe a fines del año pasado, no solo impulsó la imagen de Turquía como potencia regional, sino que también cerró un acuerdo de fronteras marítimas con Libia, alterando con ello un plan de Grecia, Chipre, Egipto e Israel de desarrollar campos de petróleo y gas submarinos en la región.

Desde entonces, el proceso de paz de Berlín, liderado por la UE y Naciones Unidas, ha intentado poner fin a la guerra en Libia, pero la intervención militar de Turquía ha cambiado fundamentalmente el equilibrio de poder en el terreno. Una vez más, Rusia y Turquía determinarán el futuro de un país que es esencial a los intereses europeos, solo que esta vez Turquía es la que está al mando.

Erdogan también parece haberse inspirado en la estrategia de divide y vencerás del Kremlin en Europa, donde suele presionar a aquellos Estados miembros de la UE que más dependen de los hidrocarburos o de los mercados rusos. De la misma manera que Putin ha utilizado desde hace mucho tiempo el suministro de energía como un arma, Erdogan ha intentado hacer lo mismo con el flujo de migrantes y refugiados que huyen de conflictos en Oriente Próximo. Cuando la UE anunció una nueva misión naval para bloquear el flujo de armas a Libia, Turquía esgrimió la amenaza de los migrantes frente a Malta, que luego anunció que vetaría la financiación de la misión.

Durante años, los europeos se han dicho a sí mismos que Rusia era una suerte de hijo pródigo y que el orden unipolar europeo se mantendría sólido. Sin embargo, eso convirtió a Europa en un blanco fácil para la estrategia de divide y vencerás del Kremlin. Hace relativamente poco tiempo que el bloque elaboró nuevas políticas y un régimen robusto de sanciones para disuadir la agresión rusa. E incluso ahora —a pesar de los mejores esfuerzos de la canciller alemana, Angela Merkel, y del presidente francés, Emmanuel Macron—, la UE todavía no ha creado canales efectivos de comunicación con Rusia para abordar problemas compartidos.

Turquía todavía no es una nueva Rusia, pero podría llegar a serlo si la situación no se maneja bien. Por ahora, la mayoría de los europeos todavía consideran a Turquía como un socio complicado más que como un “rival sistémico”. Pero los europeos deberían prestar atención a las lecciones arduamente aprendidas de tener que lidiar con Rusia durante los últimos 15 años. La relación entre la UE y Turquía necesita un nuevo conjunto de principios mutuamente acordados, así como líneas rojas claras para disuadir una mayor desestabilización en la región.

Con ese objetivo, los europeos deberían dejar claro que el proceso de acceso a la UE se puede revertir o impulsar, y que una relación más transaccional implicará el uso de palos y zanahorias. El desafío consistirá en garantizar que todavía haya espacio para un compromiso político sobre cuestiones que tienen que ver con la seguridad compartida en una región influenciada no solo por Europa y Turquía, sino también por Rusia, Estados Unidos y una China en ascenso.

Mark Leonard es director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.

© Project Syndicate, 2020.

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