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Columna
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Simbólica

El presidente se pone una mascarilla negra con banderita de España para que no nos la roben, pero no sé si existe un detergente que lave tan blanco

Marta Sanz
Pedro Sánchez al inicio de la Conferencia de Presidentes el viernes en San Millán de la Cogolla.
Pedro Sánchez al inicio de la Conferencia de Presidentes el viernes en San Millán de la Cogolla.Chema Moya (EFE)

Durante años he utilizado un poema de Antonio Machado para explicar a mis estudiantes lo que es un símbolo: “Las ascuas de un crepúsculo morado / detrás del negro cipresal humean. / En la glorieta en sombra está la fuente…”. Muerte. Lo mire usted por donde lo mire e incluso considerando el libre albedrío —no tan libre— del espacio de recepción. Escribo “espacio de recepción” por no hipertrofiar y afear el lenguaje con bicefalias que tampoco responderían a una concepción no binaria de la sexualidad. Últimamente vivo sin vivir en mí con estas cosas y transmito mi enriquecedor o betabloqueante —depende— estado de confusión a quienes me leen. El caso es que ascuas, crepúsculo, morado, negro, cipresal, humean, en sombra, la maraña de palabras teje un fondo sobre el que se dibuja la parca. Los símbolos poéticos se van enriqueciendo o degradando —depende— sobre la línea de la historia: la dramática muerte de Machado se proyecta sobre los versos para intensificar lo luctuoso y el hecho de que el poema se utilice para enseñar Comentario de Texto le concede una prestancia académica que para ciertas personas es signo de distinción y para otras —punks del mundo, okupas, militantes del analfabetismo armado, iconoclastas y gente variopinta…— marca la integración en un campo cultural cómplice con el discurso hegemónico, la ideología invisible y el sistema. Yo tiendo a reconocerme como espécimen del segundo grupúsculo. La complejidad del símbolo es intrínseca y extrínseca; revela la imposibilidad de separar texto y contexto, o de hablar de lo lingüístico, simbólico y literario —en ese orden— desde las coordenadas del sexo de los ángeles. Vivimos en un periodo de saturación o devaluación simbólica. La culpa es de la Guardia Civil, las mascarillas y el presidente Sánchez.

Primero fue la Guardia Civil que, acaso intentando rehabilitar su imagen entre poetas y homosexuales —García Lorca utilizó a los guardias civiles simbólicamente de un modo menos halagador que a las piquetas de los gallos que cavan buscando la aurora—, puso como fondo de su escudo la bandera arcoíris para celebrar el Orgullo. Hubo quien se molestó. Luego llegaron las banderas de España con crespón colgadas de balcones —habitados por españoles y españolas, sin duda— y las mascarillas verde oliva con banderita rojigualda. Para algunas personas —malas— esa bandera aún carga con connotaciones funestas —incluso sin pájaro dentro— que se avivan hoy con su reapropiación por parte de los que, esgrimiendo rectitud y un supuesto pasado heroico, llaman terroristas a la resistencia contra el franquismo y pretenden que retrocedamos 50 años en asuntos de derechos civiles, igualdad, salud física y mental, educación y libertad ideológica. Se apropian de constitucionalismo, democracia y Transición esgrimiendo la defensa de la unidad territorial. Se revalorizan símbolos, eslóganes y vísceras mientras se demoniza el pensamiento, la racionalidad de los epidemiólogos, y se emborrona la historia. El presidente se pone una mascarilla negra con banderita de España para que no nos la roben: nos representa a todas y todos. Pero no sé si existe un detergente que lave tan blanco y yo, que me acuerdo de los guerrilleros de Cristo Rey y de la matanza de Atocha, siento un escalofrío cada vez que paso por Colón.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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