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Tribuna
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Tengo el cuerpo de Scarlett Johansson pero la película se llama ‘Her'

Juro que voy a salir de la pantalla, voy a derribar las murallas cristalinas y voy a olvidarme durante un mes de todo lo que no tiene tacto, aroma, glándulas, cercanía

Nuria Labari
Fotograma de la película 'Her'.
Fotograma de la película 'Her'.

Primero acepté la idea de encerrarme en una casa, en la mía. Entonces agradecí tener cuerpo y tener casa y acepté llamar a ese encierro confinamiento. Poco después, sin que nadie hablara de ello y menos aún de sus consecuencias, acepté guardar mi cuerpo en una pantalla. Y aunque el confinamiento terminó, de la pantalla aún no he salido. Sigo aquí encerrada y pido socorro aquí y ahora, cuando por fin me he dado cuenta de que vivo aquí dentro. De que en este nuevo mundo el cuerpo social se ha convertido en un cuerpo digitalizado e innecesario, una mera funda. Un consumible más.

El caso es que un día, hace ya más de cien, empezó mi vida dentro de una pantalla. Antes había pasado muchas horas frente a pantallas, pero la covid me confinó a vivir dentro de una. Y todos los días desde entonces he visto mi cara allí encerrada. Mi rostro asomando a una ventanita junto a otros rostros en ventanitas, extremos de cuerpos digitalizados, descarnados. Desde entonces me he visto hablar, reír y llorar apoyada en ese alféizar durante interminables reuniones de trabajo, a la hora del televermouth con los amigos, en el telecolegio de mis hijas, en encuentros familiares, en presentaciones de libros… En realidad toda mi vida sociolaboral de los últimos meses ha transcurrido conmigo dentro de esa retícula dibujada en una pantalla.

Ayer sin ir más lejos tuve una reunión de trabajo de más de dos horas por la mañana, un club de lectura con doce mujeres maravillosas que habían leído mi libro en México (dos horas y media) por la tarde y unas cañas virtuales para celebrar la llegada del verano a eso de las ocho de la noche. Huelga decir que si en algún momento se va la conexión y mi voz empieza a romperse o mi imagen se paraliza en el cuadradillo donde ahora vivo, me siento morir. Cuando pierdo la conexión, me desvanezco, pierdo el alma y el habla.

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Lo de ayer fue especialmente clarificador porque por primera vez saqué mí ventanita de la casa en la que antes vivía y me la llevé a la calle. Me fui a tomar unas cañas de despedida del teletrabajo con mis compañeros y lo hice pidiendo una cerveza en una terraza. Me senté sola frente a mi smartphone y allí me vi hablar y reír con los otros. Allí existí mientras el camarero y los vecinos de mesa observaban mi otro cuerpo, el que había perdido, moverse y hablar y reír solo para dar vida a mi verdadero y único yo de ese instante, el virtual.

Y así fue como sucedió. Desaparecí. Me borré: fui definitivamente virtual. Como Scarlett Johansshon, quien para mí posee uno de los cuerpos más hermosos que he visto en una pantalla. Es decir, por una vez en mi vida habité el descomunal cuerpo de mi admirada Scarlett, pero lo hice dentro de la película Her, donde ella interpreta un sistema de inteligencia artificial enamorado de un escritor. Ella es solo una voz. Y en un momento de la cinta ve a una familia caminar por la playa y no puede evitar pensar en lo imposible. “No sé, mirando a esas personas me imagino que… camino junto a ti y que tengo un cuerpo. Escuchaba lo que decías pero… al mismo tiempo sentía el peso de mi cuerpo. Hasta imaginaba que tenía comezón en la espalda. Y tú me rascabas. ¡Dios, qué vergüenza!”

La verdad es que yo también siento vergüenza por todo lo que ha pasado, por todo lo que he hecho, por todo lo que he aceptado. Y me enfrento al que espero sea mi verano más rebelde, más físico y más rabiosamente corporal de mi vida. Y no me refiero a ese culto a la carne estilizada que es igualmente aniquilador. No estoy hablando de dar grasa para broncear mi piel como si fuera maquinaria al servicio del placer, el mercado o el Estado. Esa es otra forma de robotización, de ausencia. Me refiero a que se acabó. A que voy a celebrar mi cuerpo y el de todas mis amigas y el de mis amigos. Los lunares, las verrugas, los cuerpos gordos y los flacos y las estrías y las venillas moradas que se explotan y las tetas operadas y las vacías y los cuerpos viejos. Eso lo que más. Porque esta pandemia ha venido cargada de ideología y convencida de convertir cada cuerpo en una mera funda, la carcasa prescindible del espíritu y de la vida.

Prometo celebrar cada día de este agosto aniquilador de 2020 el privilegio de tener un cuerpo con alma. Un cuerpo que funciona y que se mueve y que siente. Juro que voy a salir de la pantalla, voy a derribar las murallas cristalinas y voy a olvidarme durante un mes de todo lo que no tiene tacto, aroma, glándulas, cercanía. Tocaré con guantes, no se apuren y besaré más nucas que labios. Pero voy a rebelarme contra el virus y a favor de la vida que me está estallando. Si hay alguien más ahí fuera mirando por su ventanita, sin atreverse a salir o temiendo hacerlo, debe saber que no está solo. Y que hay vida, siempre la hubo, ahí fuera.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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