Más allá de la pandemia
El coronavirus no puede servir de excusa para negar espacio y prioridad a aquellos viejos (y nuevos) problemas que siguen pendientes de solución
Desde el pasado mes de marzo, todo en España ha estado condicionado por la pandemia. Como es sabido, las energías de quienes han estado al frente de las instituciones se centraron inicialmente en la dimensión sanitaria del problema, a la par que adoptaban importantes medidas encaminadas a aplacar los efectos económicos y sociales que el confinamiento provocó en familias y empresas. Luego llegó la compleja y tensa gestión de la desescalada y, con ello, la ingenua esperanza de recuperar una normalidad que desgraciadamente llevará más tiempo de lo que muchos imaginaron. Ahora, la preocupación retorna de nuevo al ámbito de la salud ante un incremento alarmante de contagios, con focos descontrolados en algunos territorios y con la certeza de que la adopción de determinadas medidas, quizá necesarias, impediría definitivamente la recuperación económica de algunos sectores.
Qué duda cabe de que la dimensión del problema someramente expuesto resulta de la suficiente entidad como para concentrar la atención de la clase política durante todo el tiempo que resta de legislatura. Una legislatura que nació en enero con un programa de gobierno y que obviamente el contexto actual parece exigir una actualización significativa. En este sentido, resultará importante prestar atención a la tramitación de los Presupuestos y observar, además de su contenido material, el margen real que existe para ensanchar la actual mayoría de gobierno sin ¿quebrar? la coalición. Conocer con realismo el espacio que existe para el acuerdo entre fuerzas políticas de distintos bloques ayudará a calibrar la capacidad para afrontar cualquier adaptación en los planes originarios del Gobierno, así como el margen para impulsar aquellas reformas que también necesita nuestro marco político e institucional.
España no puede gobernarse únicamente en clave de pandemia, ni la pandemia puede servir de excusa para negar espacio y prioridad a aquellos viejos (y nuevos) problemas que siguen pendientes de solución. No está de más recordar, por tanto, la conveniencia de impulsar una agenda reformista también en lo político que nos permita reforzar los pilares sobre los que se asentaría a futuro nuestro proyecto de país. Hacerlo exige confianza en la capacidad para ordenar debates con finales abiertos en los que siempre habrá espacios para lograr, tras mucho esfuerzo, el ansiado consenso. En este empeño, no faltarán quienes cuestionen la capacidad de los actores para obtener un resultado mejor que el actual o simplemente duden que la realidad del momento propicie el éxito de estas iniciativas. Tal planteamiento es respetable y merece la pena ser escuchado, pero no debería convertirse en un freno que comprometiera sine die el derecho de las nuevas generaciones a definir su propio proyecto de país. Quien lidera el Gobierno tiene la obligación de ocuparse a fondo de los problemas ordinarios y de conservar todo aquello que otorgue estabilidad, pero también tiene la responsabilidad de contribuir con audacia a reparar aquellas debilidades estructurales que, de no acometerse a tiempo, acabarán por hacer colapsar el sistema.
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