Esa gente
El coronavirus nos fuerza a cambiar de mentalidad con la inmigración en un tiempo de fronteras rotundas pero riesgos volátiles
Sin prestarle demasiada atención, se percibe un tufillo extraño en las informaciones sobre los rebrotes del coronavirus. El caso de Lleida parece adscrito de manera abrasiva a los inmigrantes que participan en la recogida de la fruta. Los temporeros se han alzado con la categoría mediática de gremio infectante. Pese a que los datos oficiales son bastante claros y apuntan a que la mayoría de contagios en nuestro país se están produciendo en el ámbito familiar. También es evidente que pese a fantasear con varias fugas en busca y captura de personas sin arraigo, la mayoría de las transgresiones de las precauciones sanitarias las han protagonizado fiesteros, inconscientes y jóvenes egoístas que juegan en casa. Ha sucedido algo similar con los contagios en centros de acogida de inmigrantes, que al verse afectados por un brote han sido cercados por la policía y pasto de la curiosidad periodística. Algo del todo contrario, por ejemplo, al brote de la semana pasada en Madrid en un edificio de oficinas, donde se ha llevado con total secretismo no solo los datos sobre número y condición de los infectados, sino incluso de localización del lugar y nombre de las empresas.
Conviene pues detenerse y no tropezar de nuevo en la crimmigración. Cuando el delincuente resulta ser un inmigrante, la noticia adquiere un relieve distinto que cuando el criminal es un paisano con árbol genealógico local. Hace poco hemos visto incluso brotes de protesta vecinal contra algún edificio que albergaba a pequeños delincuentes reincidentes donde la extranjería disculpaba el afán sobrevenido de cobrarse justicia por las bravas. Durante el confinamiento la presión política adquirió tal intensidad que el Gobierno español se vio impedido a tomar medidas sobre inmigración que han sido aceptadas en otros países de nuestro entorno. Conceder la residencia a personas que llevaban ya tiempo en la lista de espera hubiera sigo un gesto de generosidad, pues de alguna manera los que han pasado la crisis entre nosotros han adquirido una condición de vecinos incontestable. Más aún cuando su comportamiento ha sido racional, incluso en aquellos casos en que se encontraban en situaciones de desarraigo y exclusión social. Tampoco el cierre de centros de internamiento de inmigrantes, cuyos límites legales resultan harto dudosos, ha provocado alarmas, más allá de las que nos previenen ante un aumento de la pobreza extrema que deberíamos encarar con la mayor de las urgencias.
La excepción técnica por la que se han podido contratar a personas sin papeles en regla para las temporadas de recogida de fruta apunta a una situación anómala. Lo mismo el <TB>grado de hacinamiento y las condiciones penosas de vida de mucha de esa mano de obra itinerante. Hace meses, en la misma Lleida que ahora vemos en alarma sanitaria, un futbolista de la liga francesa se ofreció, ante la ausencia de reacción de las autoridades, para costear el alojamiento de africanos abandonados a su suerte. Quien no quiera ver que la exclusión de los sistemas de salud y el ejercicio de funambulismo por la cuerda floja del empleo ilegal son un arma de doble filo es que prefiere estar ciego. El coronavirus nos fuerza a cambiar de mentalidad con la inmigración en un tiempo de fronteras rotundas pero riesgos volátiles. Nunca lo inteligente estuvo tan en sintonía con lo decente. Aprovechemos el momento.
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