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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El caso holandés

La UE debería entender que el rigor fiscal de Rutte sólo busca el interés propio

El primer ministro holandés, Mark Rutte
El primer ministro holandés, Mark RutteBART MAAT (EFE)

Quizá el gabinete del primer ministro holandés, Mark Rutte, está en lo cierto y lo que dijo ante el presidente español, Pedro Sánchez, se limitó al propósito constructivo de que “tenemos que encontrar una solución” de consenso para el plan de recuperación económica europea que el próximo fin de semana analizarán los 27 líderes de la UE en su primera cumbre presencial durante meses. Si eso es así, se verificará muy pronto, pues una actitud positiva abriría paso a un acuerdo rápido. No en vano la celeridad es sustancial para contrarrestar los perversos efectos exponenciales de una terrible recesión como la actual, incluso si el acuerdo incorpora matices o enmiendas de algún aspecto concreto.

Pero el temor a que la percepción de los periodistas asistentes fuese más precisa no es gratuito y que, por tanto, Rutte espoleó a su visitante a que “tiene que encontrar una solución” interna a los corrosivos efectos económicos del coronavirus. Esto implicaría el preludio no solo de una actitud crítica, sino de la constitución de un frente de rechazo frontal a la propuesta de la Comisión. Más vale agudizar la preparación ante cualquiera de ambas alternativas, o de sus variantes.

Lo que está históricamente comprobado es que el premier holandés no ha escatimado innecesarios desplantes de soberbia contra las economías más débiles del sur y rigorismo nacionalista de signo austeritario contra los avances de la integración europea. Durante la Gran Recesión y la crisis de la deuda soberana abogó por la expulsión del euro de los más vulnerables. Para combatir la propuesta francesa de un presupuesto de la eurozona, organizó y lideró la llamada Liga Hanseática de Gobiernos nacionalistas y rigoristas. Y, en esta ocasión, tanto él como su ministro de Hacienda han encabezado un frente de cuatro autodenominados frugales contrario a la expansión presupuestaria, el tamaño del paquete de relanzamiento y las condiciones únicamente técnicas para el acceso a los apoyos fiscales. Dividir a los 27 en sucesivos bloques opuestos entre sí es nefasto, y dificulta el tradicional arrastre de la locomotora francoalemana, esterilizando sus esfuerzos y procurando el desgobierno.

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Se comprende que se pretenda sustituir al nacionalismo británico como freno a los impulsos europeístas. Y que tras años de escudarse detrás de Londres, después del Brexit los gobernantes de un país antes integracionista opten por esa triste vocación de obstáculo, que chirría frente a su brillante historial abierto y cosmopolita. Pero al tiempo hay que convenir en que carecen de la mínima legitimidad para ello. El fomento a la evasión fiscal de la actual Holanda, cuyo ordenamiento sirve como palanca de desvío de enormes beneficios a paraísos fiscales, desacredita todo discurso de seriedad fiscal.

Por supuesto hacia todos los socios, a quienes perjudican —de Alemania a Francia, de Italia a España— apropiándose de la recaudación que les corresponde mediante un sofisticado sistema jurídico de desvío. Pero también hacia la propia Unión. En efecto, se prevé que el paquete de recuperación económica europea se financie mediante emisiones de endeudamiento común. Cuyas facturas serán reembolsadas por una cesta compartida de impuestos, entre ellas la tasa Google a las multinacionales tecnológicas, de la que recela La Haya, pues desvía esa recaudación hacia sí. En provecho directo propio.


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