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Columna
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La España desdeñada

Tantos años de abandono no se compensan ahora con una invasión y menos cuando esta ha sido inducida por una pandemia y puede tener efectos indeseables

Julio Llamazares
Despoblacion  España
Un pastor pasea con sus perros, en Hombrados (Guadalajara) durante el confinamiento.

Más de una vez, respondiendo a preguntas de periodistas o del público asistente a alguno de los múltiples congresos, jornadas de reflexión y mesas redondas que hasta la llegada del confinamiento se organizaban por todas partes un día sí y otro no para hablar de la España vacía, vaciada o deshabitada —que de todas esas formas y alguna más se ha llamado a la España de la que la población ha huido— en los que participé (pocos, dado mi escepticismo sobre su utilidad), manifesté mi opinión también cargada de escepticismo sobre cuál sería la solución al problema: un cataclismo o una guerra. Por supuesto, lejos estaba yo de imaginar cuando lo decía que el cataclismo se produciría pronto en forma de una pandemia vírica que ha provocado un terremoto económico y cultural en todo el planeta.

Sin llegar a las consecuencias de una guerra, ni en el número de muertos ni en los efectos socioeconómicos, una pandemia como la que estamos viviendo aún parece claro que tiene efectos de todo tipo, entre ellos los que afectan a la forma de vida de la población. Todo el mundo habla ya de la aceleración del trabajo a distancia, que estaba ya probándose en algunas empresas antes de la llegada del coronavirus, o del de la virtualidad de las comunicaciones entre personas, por ejemplo. Dos efectos de la pandemia comprobables ya que a su vez están generando otros que también empiezan a advertirse. Uno de ellos, del que hablan últimamente mucho los medios, es el redescubrimiento de esa España abandonada a la que muchos han regresado en cuanto han podido atraídos por su seguridad. Lo que antes buscaban en la ciudad ahora lo encuentran en esos pueblos semivacíos donde la posibilidad de contagio vírico es menor por la poca presencia de personas a la vez que permiten una libertad mayor en el caso de un nuevo confinamiento, nada irreal tal como van las cosas. De ahí que de un tiempo acá la llamada España vacía haya visto crecer su población ante la sorpresa de sus habitantes, que asisten al fenómeno entre el estupor y el miedo. Tantos años de abandono y de desdén no se compensan ahora con una invasión y menos cuando esta ha sido inducida por una pandemia y puede tener efectos indeseables además de los beneficiosos que sin duda comportará a nivel económico.

Dicen las inmobiliarias que desde que se levantó el estado de alarma que impedía a los españoles hacer vida normal se ha producido una demanda de casas para comprar o alquilar fuera de las ciudades, inimaginable hace sólo tres meses. De repente, son muchos los que buscan un lugar para instalarse lejos de donde lo venían haciendo animados por la posibilidad de trabajar a través de Internet desde cualquier sitio, pero también por la de reducir sus gastos, mayores en la ciudad que en un pueblo, y sobre todo por la de disponer de una casa más grande y con jardín o huerto adyacente por el que poder pasear en el caso de un nuevo confinamiento. Bienvenida sea esa corriente si sirve para corregir un poco un desequilibrio que amenaza la supervivencia misma de la mitad de un país dividido en dos, el de la ciudad y el campo, cada vez más alejados entre sí. Pero no deja de resultar irónico que quienes desdeñaron tanto esa España pobre, vacía y abandonada por casi todos, la vean ahora como su tabla de salvación.

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