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AL HILO DE LOS DÍAS
Tribuna
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Salvar al capitalismo de los capitalistas

Si el modelo quiere sobrevivir y ser sostenible tiene que reconocer sus vicios y cuidar no solo del interés de los accionistas y la ambición de sus gestores, sino también de las necesidades de la población

Juan Luis Cebrián
Eva Vázquez, trib 28-06-20
Eva Vázquez

Vivimos una época de rabia. Estas palabras del celebrado cantautor Billy Bragg definen mejor que nada el estado de ánimo de nuestra sociedad. Rabia que explota en las calles, pero es también reprimida por el miedo en este despertar de la pandemia, cuando nos amenazan como nunca la inseguridad y la incertidumbre.

Apenas nos habíamos recuperado de la crisis financiera de hace una década, las trompetas del coronavirus anunciaron un empobrecimiento general de las poblaciones y un cambio copernicano en las relaciones sociales y en la geopolítica mundial. Tras enterrar el modelo del socialismo real que arruinó a la Unión Soviética y sus aliados, se anuncian ahora las exequias del capitalismo liberal. Destruido el imaginario de los dos sistemas emblemáticos que protagonizaron la Guerra Fría, las miradas se fijan en el ejemplo asiático, en el que un capitalismo protegido y potenciado por regímenes autoritarios y dictatoriales, en ocasiones considerados benevolentes, parece más preparado para responder con eficacia a las crisis que las democracias de patente occidental.

Hace dos siglos y medio un profesor británico de filosofía moral, Adam Smith, describió los perfiles y el significado del capitalismo. Considerado como padre del mismo, muchos piensan que hoy se sentiría profundamente irritado por la deriva que a través de los años ha tenido su familia. Su Teoría de los sentimientos morales, que se abre con una interpretación del sentido de propiedad, comienza con la declaración explícita de que “por más egoísta que se suponga que es el hombre, hay evidentemente algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse por la suerte de los otros, de tal modo que la felicidad de ellos le es necesaria aunque nada obtenga de la misma”. Desde luego semejante argumento se compadece mal con el capitalismo financiero especulativo que ha generado una insoportable desigualdad social, concentrando la mayor parte del enriquecimiento producido en apenas un 1% de la población.

La ausencia de regulación de un mercado global que escapa a las decisiones de los Gobiernos nacionales, cuando no las condiciona muchas veces, está en la base de ese proceso. Las medidas contra la crisis financiera de 2008, originada por el aventurerismo de los bancos, generaron un empobrecimiento de las clases medias aprovechado por los movimientos populistas y nacionalistas en su contestación al sistema. En La riqueza de las naciones, libro revelado del capitalismo, Smith ya alertaba de que por más que la libertad de los banqueros para hacer lo que quisieran se viera limitada por las regulaciones, estas eran tan justificadas como las normas de edificación que condicionan la imaginación de los arquitectos: poner determinados muros es la única manera de evitar los incendios. En las cumbres del G20 de 2009 el primer ministro británico Gordon Brown se erigió en líder de las demandas de reforma de un capitalismo transnacional imposible de gestionar por los Estados nacionales. Desde entonces se ha avanzado en la regulación de la banca comercial, pero nada o muy poco en lo que concierne a la de inversión, los mercados de capitales y los paraísos fiscales. La mayoría de estos, por cierto, se encuentran en territorios dependientes de los mismos integrantes del G20, singularmente Estados Unidos y el Reino Unido. Los reclamos de Brown y las repetidas y enfáticas declaraciones respecto a la necesidad de reinventar el capitalismo son voces que claman en el desierto, que este año será además el de las arenas saudíes. Que sea este reino la sede del próximo encuentro de los principales mandatarios de la Tierra no es un buen augurio para la defensa de las libertades y los derechos humanos.

El camino que los Gobiernos no parecen capaces de andar, entre otras cosas por su servidumbre a las donaciones necesarias en las campañas electorales, es recorrido en ocasiones con éxito por empresas, sindicatos y otras instituciones de la sociedad civil. Se ha puesto de ejemplo el pacto social que organizaciones sindicales y empresariales han sido capaces de impulsar en España mientras los representantes políticos se tiraban los trastos a la cabeza para desesperación de sus votantes. Pero incluso en los casos más elogiables, acuerdos, pactos, debates y propuestas son de un cortoplacismo justificado por las circunstancias, lo que en nada ayuda a diseñar un nuevo modelo de convivencia. Esto vale incluso para las previsiones legislativas sobre el teletrabajo, tan bienintencionadas como poco elaboradas y que tienden a confundir esta modalidad de empleo con los efectos de la pandemia, sin prever cómo ha de comportarse el tejido industrial y tecnológico del futuro. He tenido ocasión de conversar recientemente con los dirigentes de los dos sindicatos mayoritarios de este país y puedo dar fe de la mayor capacidad de estas organizaciones para resolver los problemas de la gente que la trapisonda de los partidos. Pero su actividad se ve igualmente amenazada por las tendencias imperantes en el mercado laboral. La caída en la afiliación sindical en muchos países coincide con el aumento de la desigualdad social. La construcción de un capitalismo inclusivo y sostenible no podrá llevarse a cabo sin uniones de trabajadores sólidas e independientes que vigilen su desarrollo.

Cara a la supervivencia del capitalismo, los excesos de la especulación financiera deben centrar la atención de Gobiernos y organismos multilaterales. La actividad de los llamados fondos buitre, o hedge funds, en sectores de extraordinaria importancia para el desarrollo social y el ejercicio de la democracia, como la vivienda, la educación, la salud o los medios, debería preocupar a los legisladores. Hemos conocido los excesos de dichos fondos en lo concerniente a la inversión en vivienda protegida y alguien tendría que decir algo sobre sus exigencias en la gestión de las residencias de ancianos en las que tantos de nuestros mayores han fallecido durante la pandemia. Hay una culpabilidad in vigilandum de los poderes públicos, pero es un secreto a voces que las demandas de sus inversores llevaron a restringir personal cualificado y se encuentran en la base de las deficiencias de gestión que han mortificado a miles de familias en aras de la rentabilidad.

La colaboración público-privada en los sistemas asistenciales y de educación es necesaria. No se trata de regresar a modelos de propiedad estatal que alimentaron la corrupción y el clientelismo y que todavía brillan en algunas recientes decisiones del actual Gobierno. Pero la ley y su aplicación tienen que velar por los derechos de los ciudadanos frente a la avaricia de los mercados. El capitalismo ha contribuido con su eficiencia a la generación de riqueza, pero si quiere sobrevivir y ser sostenible tiene que reconocer sus vicios y enfermedades, sus delitos también: cuidar no solo del interés de los accionistas y la ambición de sus gestores, sino de las necesidades de la población, lo que ha dado en llamarse el dividendo social. Los buitres del mercado deben someterse a regulaciones y vigilancias más estrictas en nombre del interés de las propias empresas en las que irrumpen como jugadores de fortuna.

Pero además del dividendo social los pueblos pueden y deben tener derecho a un dividendo real. Los sistemas fiscales permiten a los Gobiernos financiar las necesidades públicas y el Estado de bienestar. En cambio, no son eficaces en la redistribución de la riqueza. Nuevas formas de participación popular como fondos soberanos o fondos públicos de pensiones merecen tenerse en cuenta ahora que una gran cantidad de dinero público va utilizarse en el salvamento de empresas en crisis. La participación del dinero público en las cotizadas puede y debe ampliarse ahora, y ser bienvenida siempre y cuando seamos capaces de eliminar, mediante normas adecuadas, la injerencia gubernamental en la gestión, algo que padecimos con los Gobiernos de Aznar y Rodríguez Zapatero, no solo en empresas propiedad del Estado. Sus Gobiernos fueron la prueba de que el poder tiende a expandirse a costa de vulnerar las sociedades abiertas y cualquiera que sea su ideología o pedigrí. Ya nos lo advirtió en su día el propio Smith.


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