Racismo en la cultura
De todas las formas que toma esta violencia sistémica, tal vez la menos popular sea el racismo que hay en la cultura porque se asocia con las élites, con lo distante, con ese lugar que desde las alturas busca estar por encima de todo
En estos días se ha hablado del racismo en México en la comedia, en la publicidad, en el cine, en las series. De todas las formas que toma esta violencia sistémica, tal vez la menos popular sea el racismo que hay en la cultura porque se asocia con las élites, con lo distante, con ese lugar que desde las alturas busca estar por encima de todo, pero si recorremos la cortina de la cultura, como en el mago de Oz, podemos encontrar que detrás hay lo mismo que en los otros casos: un hombre blanco que opera la enorme maquinaria. Y esa idea del intelectual y lo intelectual está trenzado, en gran medida, con el racismo y el machismo.
Nací en la Ciudad de México en una casa en la que había unos cuantos libros. Hablábamos de lo que veíamos en la televisión, de las cosas que nos pasaban o pasaban a la gente que conocíamos. Mis padres trabajaban y mi hermano y yo pasamos muchas tardes en casa de mis abuelos. Mi abuelo recibía bajo la puerta el mismo periódico todos los días y todos los días dejaba ese periódico en la misma silla, que ahora que lo pienso, esa silla tuvo ese trabajo de manera vitalicia. Me acuerdo de la caída del muro de Berlín por una fotografía en la primera plana y me acuerdo del Nobel de Literatura a Octavio Paz por una foto también en la primera plana. Me acuerdo que descubrí que hablar de las cosas que pasaban en el periódico también hacía vínculos con alguien que yo quería mucho y crecí mirando esas primeras planas, luego leyendo las notas y entonces era impensable que estuviera yo hoy aquí escribiendo esto. Había, sobre todo, hombres en las primeras planas, las notas eran escritas por hombres y los intelectuales que tenían los reflectores también eran hombres, sobre todo, blancos.
Ser escritora para una niña mexicana era imposible: ser escritor era estar en la primera plana, recibir el Nobel, abrazar a Fidel Castro o tener un cargo diplomático en Europa. Si había mujeres, no solían estar en los reflectores, tampoco había voces de los pueblos originarios, voces afrodescendientes, voces trans y la lengua dominante era el español. No había diversidad. Al contrario, se condenaba, “lo otro”, incluso a quienes no hablaban un español siguiendo las reglas de la RAE. Lo intelectual era un ejercicio higienizante. El intelectual mexicano era un hombre blanco que citaba, en textos como en restaurantes, a otros hombres blancos y así marcaba los límites de quiénes entraban y quiénes no. La joven escritora veracruzana latinoamericanista Jumko Ogata (Otatitlán, Veracruz, 1996) dice al respecto: “Parte de lo que me motivó a ser escritora fue el hecho de que nunca leí literatura mexicana que reflejara historias como las de mi vida, las de los espacios en los que yo crecí. En el Caribe, nuestras formas de hablar y existir ni siquiera eran mencionadas por los autores del canon literario de nuestro país. Esto me hacía pensar, por un lado, que yo tendría mucho que contribuir con mi perspectiva y mis historias, pero a su vez me hacía preguntarme si mi voz sería escuchada de la misma forma. ¿Se daría difusión a lo que yo escribiera? ¿Podría yo acceder a los mismos espacios que los grandes autores mexicanos?”.
La figura del intelectual mexicano, como varios de los libros que recopilan entrevistas con sus protagonistas, apenas contaban con una o dos voces distintas, una o dos mujeres blancas, como Elena Poniatowska. Y pensando por qué la cultura suele asociarse con lo otro, aquello que está por encima, hecha por quien reflexiona a partir de las fuentes europeas antes que las latinoamericanas o que le parece mejor historia la Segunda Guerra Mundial para novelarla antes que lo que ocurre en una colonia popular mucho tiene que ver con la construcción de lo intelectual y su punto de vista. Federico Navarrete apunta en su libro Alfabeto del racismo mexicano, a propósito de los intelectuales: “Pedirle a uno de nuestros intelectuales de renombre que abandone sus citas culteranas en idiomas europeos y que cuestione el canon sagrado de sus autores blancos, varones y muertos para aprender otros saberes y otras tradiciones, sería como proponerle a un publicista mexicano que deje de usar modelos rubias en sus anuncios, algo inconcebible, casi ridículo, incluso suicida”.
Uno de los monumentos con más selfies de la intelectualidad latinoamericana es El laberinto de la soledad de Octavio Paz. En Los hijos de la Malinche todas las citas y referencias para formular los argumentos son de hombres blancos (Luis Cernuda, Rubén Darío, Darío Rubio, Antonio Machado, Manuel Cabrera, Ramón López Velarde y el artista José Clemente Orozco), y cuando hace mención a una mujer no la nombra, la llama “una amiga”. Las mujeres son al mismo tiempo lo enigmático, la otredad, al punto que se pregunta si pensamos: “La mujer, otro de los seres que viven aparte, también es figura enigmática […] Cifra viviente de la extrañeza del universo y de su radical heterogeneidad, la mujer ¿esconde la muerte o la vida?, ¿en qué piensa?, ¿piensa acaso?, ¿siente de veras?, ¿es igual a nosotros?”. Octavio Paz hace esta diferencia entre el “nosotros” y la otredad que somos las mujeres, escribe sobre lo que es ser mexicano, habla de lo mexicano desde esta tercera persona omnisciente que lo piensa y lo ordena todo. Para Paz lo femenino es lo pasivo, pero hay más: “La Chingada es aún más pasiva. Su pasividad es abyecta: no ofrece resistencia a la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y polvo. Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más arriba, en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición femenina”.
Octavio Paz pasó unos años en Los Ángeles donde empezó a escribir este libro y en otro texto ahí mismo habla de los mexicanos en Estados Unidos: “Aunque tengan muchos años de vivir allí, usen la misma ropa, hablen el mismo idioma y sientan vergüenza de su origen, nadie los confundirá con los norteamericanos auténticos”. Y a qué se refiere con “norteamericanos auténticos”, sin duda no se refiere a los afrodescendientes o a los de origen asiático, de la misma forma en la que ese “nosotros” más arriba excluye a las mujeres, pero: “Los negros, por ejemplo, perseguidos por la intolerancia racial, se esfuerzan por ‘pasar la línea’ e ingresar a la sociedad”. Ese punto de vista de dron buscando abarcarlo todo desde el punto de vista superior habla de “los indios y los pobres de México”, a quienes en ocasiones llama de manera paternalista “nuestros indios”.
Dejemos descansar a Octavio Paz para ir con el artista afroamericano David Hammons quien trabaja con materiales encontrados en el camino, en la basura, como restos de pollo tan asociados con lo afroamericano en Estados Unidos, con los desechos de pelo de las peluquerías, alguien que cambió las estrellas blanqueadas de la bandera de Estados Unidos por estrellas negras, pues su trabajo deshigieniza los espacios tradicionalmente blancos en las galerías, y cuestiona esta mirada predominante de la cultura conformada por hombres blancos: “Paso ochenta y cinco por ciento de mi tiempo en las calles y el resto en el estudio. Así que cuando voy al estudio espero regurgitar estas experiencias de la calle. Todas las cosas que veo en la sociedad —las condiciones sociales del racismo— salen como sudor.” Me gusta pensar que la cultura, como el humor, las películas y los medios de comunicación, pueden ser también cuestionados también como sudor. Que nos urge también confrontar el racismo en la cultura y pensar que hoy podemos hacerlo de manera diferente, pues como dice Jumko Ogata: “La gran diferencia hoy día es la existencia del internet y las redes sociales. Si yo hubiera escrito hace 30, 40 años, no habría tenido el gran alcance que tengo ahora gracias al internet. Si bien aún es un privilegio tener el acceso a internet y a las redes sociales, las he utilizado para hablar sobre las realidades que yo experimento desde el sur del país, desde el Caribe mexicano. He podido hablar sobre la diversidad de identidades que existen más allá del mestizo […]. Me queda claro que todavía hay un largo camino por recorrer, pero hoy la diferencia es que cada vez más personas tenemos la oportunidad de contar nuestras propias historias en nuestros propios términos.” Y, para cerrar, la poeta Jimena González (Ciudad de México, 2000) abre más este tema con esta frase en sentido contrario al racismo en la cultura: “La potencia de nuestra voz es reconocer otras voces”.
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