Desconexión de China
En las dos últimas dos décadas, Pekín ha acrecentado su deriva autoritaria y su economía es más agresiva
Ha mostrado su verdadera cara ahora, con la covid-19, pero la difícil cohabitación que se avecina con China se fraguó durante décadas y los responsables son occidentales. Antes de 2008 la idea prevalente era que la inercia del desarrollo en China haría inexorable su democratización. Muchos observadores optimistas se referían entonces a la emergencia de las clases medias o al efecto arrastre de la globalización para advertir que no había marcha atrás posible. Sin embargo, una década después, es obvio que aquella predicción no podía ser más equivocada. La China de Xi Jinping, sólida eco-nómicamente y confiada en sus propias fuerzas, es ahora menos libre, más autoritaria y más agresiva que hace una década.
Echar la vista atrás ayuda a entender que el mundo occidental es el principal responsable de haber fortalecido la dictadura comunista. En 1978, unos 300 millones de chinos vivían en la pobreza absoluta, la economía china suponía el 1,8% del PIB mundial y la renta per cápita no superaba los 156 dólares (139 euros). Con la supervivencia del Partido Comunista en juego, emprendió entonces la llamada “modernización socialista” para salir de la pobreza y del aislamiento. Descolectivizó la producción agrícola, adoptó la propiedad privada y urbanizó el país, lo que contribuyó a desmantelar el maoísmo y transitar hacia el capitalismo rojo.
Fundamental en ese proceso fue la inversión extranjera. Para atraerla, el Gobierno ofreció cuatro incentivos: una inagotable cantera de mano de obra barata, legislación medioambiental laxa, exenciones fiscales y un yuan infravalorado. El capital foráneo entró en China en aluvión atraído por esos incentivos y por un mercado potencial de cientos de millones de consumidores. Se ponían los cimientos de la fábrica del mundo, pero el mundo desarrollado evitó condicionar sus inversiones a reforma política alguna. Pekín aludía a su historia, a su complejidad y al gradualismo para pedir tiempo. Y el resto del mundo compró la mercancía. No hay marcha atrás posible, justificaban los gurús occidentales.
Su adhesión a la OMC en 2001 se produjo tras 15 años de negociaciones. Estados Unidos y Europa creyeron que inundarían el mercado chino con sus productos, pero ocurrió exactamente al revés y —otra vez— China salió fortalecida. Primero, porque una serie de reformas estructurales se abrieron paso en su economía gracias a sus compromisos de entrada, única forma de vencer la resistencia de los sectores más conservadores. Reformaron 2.300 leyes nacionales y 190.000 normas locales. Y, segundo, por la drástica reducción de aranceles, que llevó más inversión y facilitó la transferencia tecnológica, si bien China pagó un alto precio en forma de degradación medioambiental y desequilibrios de riqueza.
A la vez que el mundo democrático malgastaba su influencia para exigir apertura política a Pekín cuando aún tenía capacidad para ello, China se convertía en el epicentro —¿y en la ganadora?— de la globalización. Desde entonces, Pekín aprovecha la seguridad jurídica y la apertura de los mercados occidentales, pero no ofrece reciprocidad en el suyo, riega con subsidios masivos a sus empresas estatales y no respeta la propiedad intelectual, entre otras prácticas desleales. Mientras se consolidaba este modelo asimétrico, llegaron los déficits comerciales. El de EE UU, 378.000 millones de dólares solo en 2018.
No es esta cifra algo abstracto. Desde la crisis de 2008 implica que China se llena de dólares con los que compra deuda soberana, activos corporativos y tecnología occidentales. Un déficit que es compañero de viaje de las deslocalizaciones, de la desindustrialización y de la pérdida de empleos en Europa y EE UU. Y que es fruto de la miopía de nuestros estrategas de cabecera, que no quisieron ver los riesgos de echarse en brazos de un país autoritario, que no se somete al escrutinio de nadie y con el que no compartimos valores democráticos. Tenemos lo que nos merecemos: un empobrecimiento invisible, pero paulatino.
Al tiempo, Occidente cede sin darse cuenta el liderazgo mundial a China, cuya economía roza el 20% del PIB mundial. Un liderazgo cuyo significado se ha visualizado con la covid-19: Pekín encubrió los hechos y manipuló la información, contribuyendo a la propagación de la pandemia. Politizó la ayuda que prestó y no puso coto a los excesos en la industria de material sanitario, en medio de la situación desesperada que vivía el mundo. Pregona a los cuatro vientos una retórica de generosidad, pero responde con agresividad y veladas amenazas económicas a quien cuestione su responsabilidad en la crisis.
Pekín ha demostrado estar dispuesto a usar políticamente su posición dominante, como hizo en 2010 al suspender el suministro de tierras raras a Japón tras una disputa territorial marítima, lo que conllevó la condena de la OMC. Una posición de fuerza que disfruta en otros sectores estratégicos, como el farmacéutico. Por su deriva autoritaria de las dos últimas décadas y por lo que la covid-19 ha permitido visualizar, es hora de que el mundo occidental reexamine sus estrategias industriales con China. Por tanto, es obligada una cierta desconexión de China, que debe ser política, además de económica, para así defender mejor nuestros intereses, valores y futuro.
Juan Pablo Cardenal es periodista y escritor. Su último libro es La telaraña: la trama exterior del ‘procés’ (Ariel).
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