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Columna
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Camisa de fuerza

Las invocaciones al arbitraje de los cuarteles son improcedentes en las democracias asentadas, pero la de Brasil es deficitaria desde el golpe contra João Goulart

Juan Jesús Aznárez
Partidarios del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, se manifestaron el pasado domingo frente a la sede del Comando General del Ejército, en Brasilia, para pedir "una intervención militar".
Partidarios del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, se manifestaron el pasado domingo frente a la sede del Comando General del Ejército, en Brasilia, para pedir "una intervención militar".Joédson Alves (EFE)

Los jefes castrenses arrepentidos por las masivas violaciones de los derechos humanos durante la dictadura de Castelo Branco y asociados (1964-85) hubieran debido prever que nada bueno podía resultar de la coalición entre un capitán desquiciado y un charlatán de amplio espectro. Alcanzada la presidencia de Brasil, el primero asumió las indicaciones de un filosofastro, ultraliberalismo económico y polilla moral, hasta la irrupción de la parca y la crisis institucional. Año y medio después de la investidura, el coronavirus congeló las reformas y ha puesto de manifiesto las necedades de Bolsonaro, un gobernante que exacerba contra el Congreso, el Tribunal Supremo y la prensa crítica, y afronta la mortandad del patógeno con abrazos evangélicos. Al no haber quórum para su juicio político, los militares que apadrinaron su sedicioso discurso debieran reflexionar sobre el mutis de las fuerzas armadas de Ecuador cuando el Congreso destituyó al presidente Abdalá Bucaram, en 1997, sospechando que no estaba en sus cabales. Después de haberle tratado, me hubiera sumado a la mayoría hospitalaria. Las invocaciones al arbitraje de los cuarteles son improcedentes en las democracias asentadas, pero la de Brasil es deficitaria desde el golpe contra João Goulart, en que comenzó la sostenida participación de los uniformados en el sistema político con una autonomía e influencia notables.

Las juntas de Argentina, Chile y Uruguay se sometieron al poder civil después de las dictaduras, pero las tres armas de la república federativa, fundamentalmente el Ejército, blindaron prerrogativas consentidas por la Constitución de 1998, que asigna a las bayonetas el rol de garantes de la ley y el orden. La independencia educativa de las academias militares fue otra de las claudicaciones de la transición. Los comodines concebidos para cerrar el paso a Gramsci igual sirven para derrocar gobiernos que para instaurar autocracias.

Los cambios generacionales en los cuartos de banderas y la participación de Brasil en misiones de paz internacionales favorecen la convergencia de la milicia con las instituciones interesadas en contener la corrosiva retórica presidencial, tolerada por élites amorales y aplaudida por la miríada de militares en despachos ministeriales y los policías que descerrajan sin preguntar.

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De Carvalho filosofa escrutando el firmamento y coceando sobre la realidad y la cordura; también sobre su discípulo, por hereje y desagradecido: “Está aconsejado por generales cobardes o vendidos”. Ojalá el bocazas tuviera razón y el vértice castrense no se atreva a secundar las pulsiones totalitarias del exoficial de paracaidistas que cambió de partido tantas veces como volteretas dio su ideólogo de cabecera como catecúmeno del misticismo islámico, catolicismo, comunismo, anticomunismo, esoterismo y paranoia.

La cesación de la injerencia política del Ejército y su permanente confinamiento en los barracones sería edificante, pero después de haber calzado la camisa de fuerza de la democracia a Bolsonaro para impedir que la adultere desde dentro, como ha ocurrido en Nicaragua y Venezuela y, hace casi un siglo, en la República de Weimar.

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