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Columna
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Linchamiento

Sería necesario verificar que la juez, los guardias civiles y el perito no incurrieron en lo que presumían de José Manuel Franco

Xavier Vidal-Folch
José Manuel Franco, atiende a los medios tras declarar como investigado por un delito de prevaricación por permitir concentraciones multitudinarias, como el 8-M, los días previos al estado de alarma.
José Manuel Franco, atiende a los medios tras declarar como investigado por un delito de prevaricación por permitir concentraciones multitudinarias, como el 8-M, los días previos al estado de alarma.Ricardo Rubio (Europa Press)

Desde el 25 de marzo, cuando la juez Carmen Rodríguez-Medel abrió diligencias contra el delegado del Gobierno en Madrid, José Manuel Franco, por presunta prevaricación al permitir manifestaciones durante la epidemia, pese a su riesgo, este caballero —y sus jefes— ha sido objeto, no de crítica política —incluso compartible—, sino de linchamiento personal. Por la oposición que le calificó de “criminal”, por la caverna y por los funcionarios que debieron coadyuvar a la justicia. La juez exoneró el viernes a Franco del delito que se le imputaba. No pudo demostrar que tuviera un “conocimiento cierto, objetivo y técnico del riesgo”; “no recibió comunicación o instrucción sanitaria” al respecto; nadie, ni público ni privado, “le instó para que prohibiera las movilizaciones” y no se acreditó que “coaccionara a los manifestantes” en ningún sentido. Pues vaya, tres meses linchado y se le certifica tal limpieza de cutis.

La distancia entre la crucifixión de este Franco y su desimputación es sideral. ¿Qué jalones la jalean? ¿Qué calidad tuvo la decisión judicial de imputarle? ¿Cómo se permitió que los informes de los guardias civiles que actuaron como policía judicial censuraran textos de decisiones oficiales? ¿Qué calidad mostró el dictamen del psicoterapeuta que apuntillaba al delegado? ¿Por qué los voceros de su linchamiento no han pedido excusas, no por su crítica (legítima), sino por su ensañamiento?

Todas esas preguntas no obedecen a la mera curiosidad. Sino a la necesidad de verificar que la juez, los guardias civiles y el perito no incurrieron en lo que presumían de Franco. Que no cayeron en prevaricación, el delito (Código Penal, 404) de la autoridad o del funcionario público que dicta resolución a sabiendas de que es injusta; o en falsedad en documento público (Código Penal, 390), el delito del funcionario público que altera un texto oficial, lo simula en parte para inducir a error, o falta a la verdad en la narración de los hechos.

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La magistrada Medel abrió diligencias sin trasladar a los jueces de otras ciudades la denuncia del abogado que denunciaba a Franco. El perito psicoterapeuta, ignorante en materia epidémica, prejuzgó la imprudencia de Franco. Los informes de la Guardia Civil alteraron los hechos, censuraron la parte esencial de las instrucciones de los organismos internacionales (y nacionales) sobre el riesgo de las concentraciones, para acusar al delegado de actuar ilegalmente. Y los voceros, ay los voceros, esos siempre se salen por la tangente.

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