De la turismofobia a la turismofilia
Ahora que no hay viajeros por el virus se descubre su contribución a la economía y cultura europeas
Casi todas las grandes ciudades europeas acogen hoteles que se llaman Londres, Gran Bretaña o Inglaterra. Representan un recuerdo del nacimiento del turismo de masas cuando los viajeros británicos empezaron a inundar el continente en los tiempos del llamado Grand Tour, pertrechados con las incipientes guías Murray, que comenzaron a editarse en 1836. Aquellos viajes transformaron Europa de una forma cada vez más acelerada hasta que, casi dos siglos después, con la llegada del coronavirus y la reclusión obligatoria, el movimiento se detuvo totalmente. En los últimos años, para una parte de los europeos el turismo parecía haberse convertido en una maldición, y España especialmente padecía una especie de síndrome de Magaluf, donde los visitantes extranjeros eran identificados con bárbaros que destruían el equilibrio de las ciudades. Ha hecho falta la tragedia de la covid-19 para recordarnos que el turismo representa el 13% del PIB español y es esencial para la economía. Aunque no carente de problemas, ha forjado además la Europa sin fronteras en la que vivimos.
La anécdota sobre los nombres ingleses de los hoteles proviene del estupendo libro del británico Orlando Figes Los europeos (Taurus), en el que relata cómo la idea de una cultura europea se forjó sobre los raíles del ferrocarril, un nuevo medio de transporte que propició que los habitantes del viejo continente fuesen conscientes de todo lo que compartían al recorrer diferentes países. “La industria turística fue una creación de la era del ferrocarril”, escribe Figes. “Incluso la palabra era relativamente nueva: apareció en las lenguas francesa e inglesa a partir de 1810 y se fue popularizando a partir de la década de 1840 con la implantación en el continente de los ferrocarriles, hoteles, restaurantes, tiendas de recuerdos, guías de viajes y demás”, agrega este historiador.
A la vez que miles de turistas empezaban a recorrer Europa en busca de sus joyas culturales —todavía no estaba de moda tostarse al sol—, nacieron las primeras voces de lo que mucho más tarde se conocería como la turismofobia, entre las que destacaron el crítico de arte John Ruskin o el escritor ruso Iván Turguénev. Este último anotó en su diario durante un viaje a Italia: “Los ingleses ven a una mujer pelirroja en un pueblo y anotan en su cuaderno que la población femenina de dicho pueblo es pelirroja”. Sin embargo, tanto como las óperas de Rossini o Verdi o como las novelas de Victor Hugo o Charles Dickens, el turismo contribuyó a crear una cultura europea, una sensación creciente de que todos sus habitantes podían compartir las mismas emociones al contemplar el David de Miguel Ángel o la Alhambra de Granada.
En España, además de su contribución al PIB y al empleo, el turismo tuvo un papel esencial en su modernización al final del franquismo: el “mito de la sueca”, impulsado por la llegada de extranjeros en los años sesenta, refleja un cambio de costumbres que ayudó sin duda a la Transición democrática y al estallido de libertad que vivió este país tras la muerte del dictador, la famosa Movida. El turismo no ha parado de crecer en todas estas décadas y en todos los frentes, aunque sol y playa siguen teniendo un peso desmedido frente a los viajes culturales.
Sería negar la realidad sostener que el turismo no ha provocado muchos problemas, los que viven en el centro de las grandes ciudades europeas lo saben mejor que nadie, porque han visto cómo el tejido humano que forma un barrio se disuelve en una masa uniforme de pisos turísticos, hoteles, cafés y locales para guardar las maletas. Barcelona es uno de los ejemplos más claros, aunque Madrid no le anda a la zaga. Todas las grandes urbes del continente son muy diferentes, pero se trata de un mal compartido: nunca como ahora ha sido tan certero el título de aquella película de los años sesenta sobre un grupo de turistas que recorría el continente en autobús dando tumbos de país en país: Si hoy es martes, esto es Bélgica. La uniformidad que se intuía entonces se ha convertido en realidad.
También es cierto que un modelo de crecimiento económico no puede basarse en el monocultivo del turismo y no solo porque la pandemia haya demostrado la fragilidad de este sector. El coronavirus es un ensayo general del desastre que puede provocar el cambio climático si la humanidad no lo frena: la era de los viajes de avión masivos tiene que llegar a su fin por la salud del planeta. Y eso implica, necesariamente, menos visitantes.
Tal vez el turismo necesite un replanteamiento de fondo y reglas claras en sectores como el de los alquileres temporales, pero Europa, y sobre todo España, han ganado mucho más de lo que ha perdido con los grandes movimientos de viajeros. No importa lo que nos quejemos: ahora que no están, hemos descubierto lo que hemos perdido con su ausencia. Y no solo en términos económicos.
© Lena (Leading European Newspaper Alliance)
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