La rebelión de la Naturaleza
Ha surgido una nueva forma del miedo, pero es preciso reinstaurar la vida en el centro de nuestra existencia y transformar la economía hacia una protección del medio ambiente y no a su explotación
En 1922 T. S. Eliot publicó The Waste Land (“La tierra baldía”). Ante las masacres de la Gran Guerra y el flagelo de la llamada “gripe española”, el poeta y crítico compone uno de los poemas que mejor simbolizan una época de desintegración, necesitada de un nuevo horizonte para superar el caos que invadía todos los aspectos de la vida. Ahora, un siglo después, volvemos a leer los primeros versos del poema: “Abril es el mes más cruel, criando / lilas de la tierra muerta, mezclando / memoria y deseo, removiendo / turbias raíces con lluvia de primavera”, sintiendo la cercanía de tiempos y el desasosiego en el que nos encontramos, asomados a la más difícil de las perplejidades.
Todo tiene forma de pesadilla. Todo ha acontecido tan imprevistamente, su acción ha sido tan veloz y devastadora, sin reconocer fronteras ni géneros ni continentes; es la primera pandemia verdaderamente global. Y se instala con su secreto bien guardado, genealogía y posibles mutaciones, escapando a la mirada y escrutinio de la ciencia. Un reto que va más allá de la magia y las religiones, desafiando el corazón de la civilización, su saber y su poder. Asistimos a una verdadera catástrofe. Es como si una nueva forma de lo Siniestro (Das Unheimliche) freudiano apareciera generando miedos y pánico, confinando a la humanidad mientras él viaja con la ostentación de su poder criminal. El efecto principal ha sido interiorizar el miedo, domiciliarlo en cada uno de nosotros, generando así la peor de las sumisiones.
Este es el espacio moral en el que nos encontramos, una inversión del modelo con el que nos hemos regido en nuestra existencia. Ya no es la exigencia de libertad como principio de la vida individual y social, sino que ahora es la necesidad de seguridad y especialmente de seguridad biomédica la que ocupa el primado de todo tipo de gestión y opción. Se trata de un giro antropológico producido por las condiciones de la pandemia que hoy por hoy domina la relación asimétrica que inspira la política del confinamiento. La distancia social que se impone fragmenta lo social y hace que el viejo teatro de la ejemplaridad —ley, ciencia, democracia, bienestar...— resulte insuficiente. En su lugar crece así un nuevo tipo de control social, necesario para el nuevo pragmatismo, impuesto por los riesgos de la pandemia. Lo sabemos bien; la libertad individual sólo puede basarse en la confianza pública. Y las nuevas formas de control social darán lugar a nuevos modelos de sociedad que asumirán como legítimos y necesarios los nuevos sistemas de vigilancia. ¿No corremos el riesgo de transformar el estado de excepción en regla democrática?
Una mínima perspectiva histórica nos obliga a pensar esta pandemia en el contexto de la globalización. Los múltiples avisos sobre posibles formas de epidemia, indicados por diferentes agencias e informes internacionales, dejaron de tener relevancia para una sociedad que había perdido toda memoria del riesgo de posibles infecciones, instalada en su miopía más allá de los inmediatismos del mundo actual. Nos hemos convertido en una civilización depredadora que acepta como práctica normal la destrucción de la biodiversidad, sin percibir los riesgos de los que la actual pandemia es sólo un “ensayo general” antes de la catástrofe. Leo con inquietud las páginas del estudio Plagas y pueblos, el historiador William H. McNeill, que dice: “Siempre es posible que algún organismo parásito hasta entonces desconocido escape de su hábitat nicho y exponga a las densas poblaciones humanas... a alguna nueva y tal vez devastadora mortalidad”. Lo que sabemos es que a medida que la globalización ha ido avanzando, también ha crecido el riesgo de propagación de enfermedades infecciosas. Y nuestro futuro está directamente relacionado con el esquilmamiento del planeta. Hace ya unos años, Ulrich Beck, en La sociedad del riesgo, dibujaba el panorama que nos puede ofrecer una sociedad que se pone a sí misma en peligro al olvidar las consecuencias que se derivan de sus estrategias económico-políticas. Y si Chernóbil era para Beck la expresión por excelencia del riesgo tecnológico, era a partir de ese límite que debería plantearse una reflexión sobre las condiciones de nuestro modelo civilizatorio. Muy poco después, Paul Virilio volvía a plantear la cuestión del riesgo ampliando el análisis hacia el campo genético, sugiriendo implicaciones muy cercanas a las que hoy estamos padeciendo.
Lo que está en juego es una mirada global que aborde la complejidad de un mundo sometido a procesos que están generando grandes cambios en el planeta, alterando las condiciones de sus sistemas naturales y modificando su sostenibilidad. Una activa reflexión ha recorrido estas últimas décadas señalando la urgencia de políticas que modificaran la situación de riesgo en la que nos encontramos. Desde el ya lejano Informe del Club de Roma, Limiths to Growth (1972), al conocido Informe Brundland, Our Common Future (1979), pasando por las sucesivas conferencias de Río, Kioto o la última de París, han exigido la aplicación de una agenda para una nueva orientación de las estrategias macroeconómicas que definan el futuro del planeta. La situación actual exige y urge la creación de una conciencia planetaria, capaz de plantear desde la perspectiva de la época y sus dificultades un proyecto político que afronte la nueva complejidad y que construya las mediaciones necesarias.
La pandemia actual, que se ha impuesto con violencia impensable produciendo un paisaje desolador de destrucción en los campos sanitarios, sociales y económicos, nos exige una reflexión nueva entre complejidad, saber y política. En ausencia de mediaciones políticas frente a la situación, queda cada vez más en evidencia la insuficiencia de un modelo de governance gestionado desde el inhumano sistema de intereses, ajenos a los fines que en la tradición moderna se habían constituido como horizonte moral. Hay que pensar en términos de humanidad. La defensa de las instituciones internacionales como la ONU resulta hoy innegociable. Qué decir del papel fundamental que la OMS va a tener en los próximos años. Se ha quebrado la ilusión óptica con la que nos habíamos acostumbrado a ver la historia, absortos en la complacencia de una cierta autosatisfacción. La muerte se ha instalado en el centro de nuestra historia y su estigma domina nuestra inocencia. Ha surgido una nueva forma del miedo, que nos va a acompañar como la sombra. Y, frente a una geopolítica del caos que nos lleva a la catástrofe, hay que reinstaurar la vida en el centro de nuestra existencia y transformar la economía hacia una protección de la naturaleza y no a su explotación. Lo que está en juego es una nueva forma de civilización. Si no es así seguirá creciendo la intemperie. Es ahora que nuestra condición humana nos resulta más verdadera y expuesta a azares imprevistos. Como decía Novalis: “La esencia de la enfermedad es tan oscura como la esencia de la vida”.
Francisco Jarauta es filósofo.
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