Todo lleno
El tiempo y el espacio eran dos conceptos estúpidos de la realidad que la cultura tenía la obligación de anular
“Yo soy multitud” —decía Walt Whitman. Pues bien, antes de que llegara un virus maléfico a poner a cada individuo en su sitio, adondequiera que fueras esa multitud ya estaba allí ocupando todo el territorio. Si intentabas subir al Everest lo encontrabas abarrotado; si querías contemplar La Gioconda en el Louvre había una barra compacta de cogotes chinos y japoneses delante; si te había dado una peritonitis aguda debías guardar la vez en el pasillo de la sala de urgencias tumbado en la camilla; si sacabas un pasaje con sobreprecio para una playa desierta, al llegar no había forma de plantar la sombrilla si no era en el ombligo del vecino; si en un restaurante de moda estabas despachando a gusto una lubina tenías a otro comensal impaciente de pie junto a tu mesa esperando a que terminaras; si te apetecía tomar una cerveza tenías que tomar primero por asalto una terraza; si soñabas con asistir a un concierto en un estadio donde actuaba tu héroe había que sacar las entradas un año antes. La sensación de lleno lo ocupaba todo, trenes, aviones, cruceros, autopistas, discotecas, vertederos, depósitos de cadáveres e incluso en la puerta del infierno se había colocado el cartel de no hay billetes. La cola larga o corta era paradigma del éxito o del fracaso. De hecho, la humanidad se había convertido en una masa gelatinosa que se amoldaba a cualquier ámbito físico hasta llenarlo con su inevitable hedor a cabrío. El tiempo y el espacio eran dos conceptos estúpidos de la realidad que la cultura tenía la obligación de anular. Dijo Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”, pero ha venido un virus a demostrar que esa medida áurea son dos metros de distancia entre las personas, un espacio en el que la muerte juega a los dados. Sacudirse de encima esa clase de humanidad chotuna y pegajosa es la última forma que tiene el espíritu de salvarse.
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