Ni ley ni orden
Son los manifestantes y no Trump quienes representan lo mejor de EE UU
Donald Trump se aferrará ahora a la recuperación de cifras de desempleo registradas en el mes de mayo: 2,5 millones de puestos de trabajo creados desde que empezó el desconfinamiento. El desempleo está todavía en el 13,3%, una cifra por encima de las registradas durante la Gran Recesión de 2008 y solo por debajo de la de 1929. Y lo peor: sigue incrementándose precisamente entre los ciudadanos afroamericanos, perjudicados en todo, desde el impacto de la pandemia hasta la tasa de encarcelamiento, pasando por la violencia policial.
Trump se verá tentado de nuevo por el ensueño de una economía disparada que lo impulse en la elección presidencial. Pero estos 10 días de manifestaciones, cada vez más amplias y pacíficas, dirigidas directamente contra su incendiaria campaña de ley y orden, están cambiando el paisaje político. Sus cuatro antecesores vivos, Jimmy Carter, Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama, han marcado la enorme distancia política y moral que los separa del actual presidente. Una nutrida representación de antiguos mandos militares, entre los que se incluye un exsecretario de Defensa, Jim Mattis, e incluso el actual titular, Mark Esper, han mostrado su disconformidad con la pretensión de aplicar una antigua Ley de Insurrección de 1807 para movilizar al ejército contra los manifestantes.
El descontento alcanza ya a las bases republicanas, según han empezado a captar los sondeos, y su prestigio se erosiona entre los electores evangelistas, donde tiene su base más fiel de votantes. Trump se ha enfrentado a los militares, a los gobernadores y a la alcaldesa de la ciudad de Washington, el distrito de Columbia donde se halla la Casa Blanca. Allí consiguió desplegar al ejército, como quería hacer en todo el país, y limitar inconstitucionalmente el derecho de manifestación. Despechado y humillado por la hora entera en que los servicios secretos le mantuvieron refugiado en el búnker presidencial, tuvo la alocada ocurrencia de ordenar la disolución de los manifestantes pacíficos con gases lacrimógenos y el uso intimidante de un helicóptero artillado para cruzar la plaza frente a la Casa Blanca y posar con la Biblia en la mano ante una iglesia frecuentada por los presidentes, donde exhibió la consigna de ley y orden con la que pretende vencer en la campaña presidencial de noviembre.
Gracias a Trump, la crisis sanitaria y la recesión económica ya se han convertido en una crisis de Estado. Afecta a su Gobierno, que cuenta con un jefe del Pentágono en abierta disidencia. Afecta a la vigencia de la Constitución, vulnerada diariamente por unos cuerpos policiales que detienen a los que protestan por el mero hecho de manifestarse pacíficamente. Trump se halla cada vez más aislado, aconsejado por su familia y al albur de las peores ocurrencias de tan malos asesores. Su actuación irresponsable, animando a las extralimitaciones de la policía, han invertido su consigna: por más que Trump se esfuerce en convertir las manifestaciones en una conspiración extremista, cada vez está más claro el carácter cívico e incluso patriótico de quienes salen a la calle.
Con Trump no hay ley ni orden, sino vulneración de derechos e inseguridad para todos. Son los manifestantes pacíficos y no este presidente desatado quienes defienden y representan los mejores valores constitucionales de Estados Unidos.
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