Decir la verdad
Existe el peligro de eliminar la línea entre justicia penal y venganza política
La filtración de la nota en la que la directora general de la Guardia Civil, María Gámez, da cuenta del cese del coronel Diego Pérez de los Cobos al frente de la comandancia de Madrid coloca al ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, ante la necesidad de asumir responsabilidades políticas que pueden comprometer su continuidad. El motivo no es la eventual existencia de presiones para que Pérez de los Cobos revelase el contenido del informe encargado por la juez Rodríguez-Medel sobre las manifestaciones celebradas en Madrid en vísperas de la declaración del estado de alarma, en particular la marcha feminista del 8 de marzo. Estas presiones son un extremo que hasta ahora la propia juez no ha dado por seguro, a pesar de haber subrayado su posible relevancia penal en el caso de que se hubieran producido y de que, finalmente, lleguen a su juzgado por uno u otro camino.
Aun así, y con independencia de la evolución que pueda experimentar la crisis en los próximos días o semanas, la línea que ha sobrepasado Grande-Marlaska es la de la obligación de decir la verdad en sede parlamentaria. Tal vez estuviera en los planes del ministro una remodelación de la cúpula de la Guardia Civil, que, vista la reacción de algunos de sus mandos, convendría acometer con urgencia para evitar que un incidente mal gestionado y peor resuelto se enquiste como problema. Pero ese no fue el motivo por el que cesó al coronel Pérez de los Cobos, según declaró Grande-Marlaska a la salida del Consejo de Ministros y, sobre todo, en la sesión de control al Gobierno. Convalidar esta actuación de un miembro del Ejecutivo, sea del signo que sea, equivale a degradar la función parlamentaria, porque, a efectos de la tarea de oposición, hace demasiado tiempo que el Congreso ha quedado reducido a una caja de resonancia donde lo mismo vale la verdad que las falsedades, a condición de que sean útiles a los propios intereses.
El drama de la pandemia está siendo instrumentalizado desde diversos ámbitos institucionales para justificar actuaciones controvertidas, que, sin aportar nada a las respuestas urgentes que necesita el país, las entorpecen por la vía de contribuir gratuitamente a la degradación del clima político. Un ejemplo de ello fue, una vez más, el pleno parlamentario de ayer para prorrogar el estado de alarma. La juez Rodríguez-Medel podía sin duda seleccionar en una denuncia particular interpuesta contra el ministro del Interior y todos los delegados de Gobierno presentada en su juzgado la parte correspondiente a Madrid, que es la única sobre la que tenía jurisdicción. Pero no se identifica cuál es el interés general y de justicia al que responde el hecho de que no diera traslado a otros tribunales con más amplia competencia, y que, al cabo de sus primeras actuaciones, el resultado sea que se acaba investigando solo en Madrid lo que, según la misma denuncia, se habría producido en toda España.
La vía judicial como instrumento para prevenir errores en la gestión de situaciones excepcionales, como la pandemia, no solo es inapropiada, sino que puede acabar borrando la frontera entre la justicia penal y la venganza política. El callejón sin salida al que se ha llegado en este caso a medio camino entre los tribunales y el Parlamento es que si el ministro Grande-Marlaska acaba renunciando no será una victoria de la oposición, como tampoco lo será del Gobierno si continúa.
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