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Columna
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La medicina equivocada

Desactivada la política de su lado científico, obligado a bajarse del tren cualquiera que enfoque con cierta complejidad un asunto en discusión, nos queda el circo

David Trueba
Cayetana Álvarez de Toledo pasa frente a Pablo Casado y Teodoro García Egea tras su intervención en el Congreso el pasado miércoles.
Cayetana Álvarez de Toledo pasa frente a Pablo Casado y Teodoro García Egea tras su intervención en el Congreso el pasado miércoles.Pool (Europa Press)

Es un poco excesiva la sorpresa general ante los excesos dialécticos de nuestros líderes políticos en el Parlamento. Fruto del estado de ánimo, se apela a encontrar en ellos algún consuelo cívico. En vista además de que los ensayos clínicos pueden acelerarse, pero el conocimiento cabal tiene su propio ritmo, algunos sueñan con encontrar en la política una vacuna para el malestar. Pero aquí también hubiera sido más válida la prevención que la alarma tardía. Es obvio que nos encantaría gozar de líderes cabales, pero cuando a un lado y otro del espectro político votas populista, luego no pidas que sean racionales y valiosos. Dentro de los propios partidos hace tiempo que se ha creado una competición insana. Se usan instrumentos democráticos, como pudieron ser en su origen las primarias, para destruir a los rivales. Ahora, dentro de los partidos ya no hay corrientes, pues cuando gana un candidato la primera misión es destruir y mandar a casa a los que osaron enfrentarse a él. En lugar de primarias, deberían llamarlas eliminatorias. El resultado es que los partidos cada vez son más toscos, minúsculos y caudillistas, acorazados para el choque, incapaces para el pacto.

Hace algún tiempo, varios pensadores especularon con la posibilidad de que ante la ausencia de Dios, las personas buscaran nuevas religiones para alimentar su esperanza y paliar su miedo. Entre esas nuevas religiones, obviamente, se destacaba la política. Visto desde esa perspectiva, no es raro que nos topemos con cruzadas viscerales donde un dogma se enfrenta a otro. Ya no se especula con conceptos metafísicos, pero se aplica esa doctrina religiosa en los enfrentamientos ideológicos. Así, desde el impuesto al patrimonio hasta las ayudas al desempleo se transmiten unos mandamientos de obligado cumplimiento ya pertenezcas a la Iglesia neoliberal o a su archienemiga socialcomunista, por usar los adjetivos descalificativos más al uso de hoy día. Desactivada la política de su lado científico, obligado a bajarse del tren cualquiera que enfoque con cierta complejidad un asunto en discusión, nos queda el circo.

No se aflijan. Cuando se insultan es porque se necesitan. Ninguna Iglesia ha sabido funcionar nunca sin Dios y Diablo. Pobre de aquel que se ponga en manos de alguno de los salvadores ofertados, cualquiera de los dos paraísos que proponen da miedo. Ni la desigualdad rampante ni la igualdad por decreto respetan el capricho y la libertad real de las personas. Piensen que aún estamos mejor que en la inmensa América. Desde el sur brasileño hasta el Norte, antes conocido como ejemplo de democracia, está recorrido por un evangelismo irracionalista, de tea ardiente y verbo inflamado, que ni soluciona la vida de la gente ni preserva los beneficios de la convivencia. El problema más grave radica en que los feligreses sean incapaces de abandonar las capillas, de reconocerse seres adultos y capaces de vivir sin cielo ni infierno, pues de ese enfrentamiento no sacan beneficio terrenal ninguno. En el inacabable postureo mediático, los excesos responden a las leyes del mundo del espectáculo. Cuando éramos niños supimos apreciar que los payasos se atizaran una serie inacabable de bofetadas y patadas en el culo sin que por ello al salir del circo nos viéramos obligados a partirnos la cara entre los espectadores. La política entendida como nueva religión fabrica beatos. Un cierto agnosticismo conviene.

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