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Columna
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Conforme a derecho

No se trata de que Venezuela alcance a Dinamarca en el Rule of Law Index, ni que asista a la milagrosa purificación de las togas pervertidas. Se trata de recuperar la credibilidad de la cúspide del Supremo

Juan Jesús Aznárez
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, durante una locución desde el Palacio de Miraflores en Caracas (Venezuela).
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, durante una locución desde el Palacio de Miraflores en Caracas (Venezuela).Prensa Miraflores (EFE)

El tiro al plato con la independencia judicial practicado por el Tribunal Supremo de Venezuela fue ejercicio recurrente durante el bipartidismo de Acción Democrática y COPEI, que se repartían escopetas y sentencias cuando las causas afectaban a gobernantes, amigos y barraganas. La debilidad argumental y los fallos predecibles respondían a cacicazgos políticos y petroleros. Alguna vez ganaba la justicia, pero la escopeta del bolivariano Maikel Moreno acierta siempre: no hay orden del Gobierno que el presidente del máximo órgano jurisdiccional incumpla. La última ha sido invalidar a Juan Guaidó como presidente del Parlamento. Todo conforme a derecho: ajustado a la interpretación y veredictos del palacio de Miraflores.

La participación judicial en asuntos políticos ha sido frecuente en la América Latina del autoritarismo, la impunidad y la corrupción. La Corte Constitucional de Guatemala detuvo el autogolpe de Jorge Serrano Elías; la justicia federal argentina declaró nulas las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que dispensaban los crímenes de la dictadura militar, y la colombiana rechazó reformar la Constitución para permitir la reelección de Álvaro Uribe. Tras el golpe de 2002 contra Hugo Chávez, el Supremo simpatizó con los golpistas librando de juicio a varios generales implicados.

Aquel golpe aceleró la involución de la democracia en Venezuela. La depuración del Ejército y la magistratura fue profunda. Si su partidización había sido rutinaria durante el Pacto de Punto Fijo, el enjuiciamiento de Carlos Andrés Pérez y Jaime Lusinchi demostró que la presión social había resquebrajado la obediencia de jueces aupados por las mafias. No es el caso del chavismo, dueño en exclusiva de un Supremo que ya no arbitra conflictos políticos sino que convalida dictados del Ejecutivo concebidos para reducir la capacidad de control de la opositora Asamblea Nacional.

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Siquiera para disimular, sería bienvenida la impugnación de algún acto del Gobierno sospechoso de vulnerar la legalidad y los derechos humanos. Es improbable que lo haga un tribunal que se atribuyó las funciones constitucionales del Parlamento, confirió poderes omnímodos a Maduro y lo preside un militante de la revolución no del derecho. No se trata de que Venezuela alcance a Dinamarca en el Rule of Law Index, ni que asista a la milagrosa purificación de las togas pervertidas. Se trata de recuperar la credibilidad de la cúspide del Supremo, cuya desnaturalización traba una salida negociada de la crisis.

Lo procedente sería respetar la independencia de la judicatura establecida en la Constitución bolivariana de 1999, que prohibió el activismo político de jueces y fiscales para garantizarla. La práctica demostró la vacuidad del texto, frecuentemente invocado por los infractores de sus preceptos, incompatibles con el sueño revolucionario de un sistema sin división de poderes, que cierre espacios a la libertad y la justicia.

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