Una vida
Cuando colgué el teléfono pensé en la España de hoy, donde vidas como la de Santos parecen cuentos
Año 1936. Invierno en la montaña leonesa. En la cocina de una casa, después de cenar, la familia juega a las cartas junto con el maestro que tienen de huésped, un joven que llegó huyendo por las montañas para escapar de los falangistas y de los guardias civiles que habían ido a buscarlo al pueblo en el que ejercía su profesión para pasearlo. De repente, irrumpen en la cocina tres hombres armados. Vienen a buscar al hijo menor de la familia, un chico de 16 años, para llevárselo con ellos en represalia, dicen, porque un hermano suyo ha huido a la otra zona a través de las montañas, como el maestro, pero en dirección contraria. El maestro saca su pistola y se enfrenta a los recién llegados. Consigue que se vayan (quizá se conocen), salvando así la vida al chico, que nunca olvidará esa noche. Ni al maestro, que pronto se fue del pueblo hacia Asturias y de cuyo paradero nunca volvería a saber. El chico siempre sostuvo que, aunque de ideas distintas, el maestro era una gran persona y que, si lo necesitara, le ayudaría aunque ello le supusiera ir a la cárcel como a muchos les pasó por ayudar a los hombres que al finalizar la guerra anduvieron huidos durante años por la región. El chico se llamaba Santos, y el maestro, Ángel, y era tío mío.
Muchos años después, unos vecinos de Santos me contaron esa anécdota que él les había contado a ellos cientos de veces, y en verano lo visité en su pueblo, donde seguía viviendo con una hermana en la misma casa en la que nació. Le conté que mi tío nunca apareció, que mi familia lo buscó siempre sin resultado y que la única pista sobre su paradero (que yo encontré muchos años después) es que murió en el frente de Dima, en Vizcaya, defendiendo Bilbao, donde reposaría en alguna fosa común. Santos volvió a decirme que era una gran persona y que nunca le agradecería bastante lo que por él hizo aquella noche.
El pasado lunes Santos cumplió 100 años; 100 años de una vida de trabajo, de fidelidad a Valverdín, su aldea (apenas una docena de casas y la mitad de habitantes en invierno) y a una manera antigua de vivir y de ser que desaparecerá con él: la vida humilde de la gente buena. Le llamé por teléfono para felicitarlo y lo encontré en plena forma, aunque se expresaba ya con dificultad por la edad. Me volvió a hablar de mi tío (“una gran persona”, me repitió) y a darme las gracias en su nombre por haberle salvado la vida y a invitarme a su casa cuando pudiera ir. Yo le pregunté si seguía jugando a las cartas y me respondió que no (“¡Si ya no hay con quién!”, me dijo), pero que aún da paseos por la carretera. Y que aún fuma algún cigarro, que siempre le gustó mucho, aunque la sobrina que le cuida no le deja. Cuando le despedía, me confesó un deseo: pescar una trucha antes de morir. Para alguien como él, que fue un gran pescador (“Nunca volví con la cesta vacía”), volver al río era una ilusión, quizá la última, después de una larga vida en la que conoció de todo.
Cuando colgué el teléfono pensé en la España de hoy, en este país lleno de crispación y malhumorado en el que vidas como la de Santos parecen cuentos, e historias como la de mi tío y él, novelas, y sentí envidia de ellos.
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