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Tribuna
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La libertad amenazada

El precio por el control del virus está siendo exorbitante y amenaza con cambiar las reglas del juego democrático

Juan Arnau
Una visitante mira las obras de arte en la reapertura de la exposición 'El segundo principio de un artista llamado Banksy', en Génova, Italia.
Una visitante mira las obras de arte en la reapertura de la exposición 'El segundo principio de un artista llamado Banksy', en Génova, Italia.LUCA ZENNARO (EFE)

Ahora que finalmente se está reduciendo la cifra de muertos y contagios conviene estar alerta ante una nueva amenaza. La biopolítica, que hasta ahora había sido fuente de inspiración para novelas o series distópicas, ha llegado para quedarse. La posibilidad de que esta pandemia derive en regímenes de vigilancia y pérdida de la libertad es más real que nunca. Ya se ha dicho pero conviene repetirlo. El precio por el control del virus está siendo exorbitante y amenaza con cambiar las reglas del juego democrático. La historia lo muestra, el miedo colectivo desata autoritarismos y populismos. Algunos tecnócratas ya han sugerido que nuestros cuerpos se conviertan en objeto de vigilancia digital. La histeria de la supervivencia hará que muchos entreguen sin rechistar sus derechos. Pero no debemos olvidar que el poder de los laboratorios es de hecho el poder que poseen unos cuantos individuos, que pueden permitir o no que el resto se beneficie. La llamada victoria sobre la naturaleza, ya sea bomba o vacuna, no es más que un poder ejercido por algunos sujetos o Estados sobre otros con la naturaleza como medio. Los pequeños seguidores acientíficos de la ciencia no deberían olvidar que ciertas conquistas pueden suponer la abolición del hombre. Nada de esto pretende ser un ataque a la ciencia, pero la obsesión por el control puede exigir la entrega de nuestras libertades y, sin ellas, ya no habrá a quien salvar.

Los médicos lo saben, la biología no es una ciencia exacta. La vida no habla el lenguaje de las matemáticas. La vida puede ser tumultuosa, deforme y desordenada, y ser vida plena. La vida es contradicción. Que se lo pregunten a Heráclito o a Don Quijote. Cada cuerpo tiene su propio ritmo. Los médicos lo ven a diario en los hospitales. El virus es una enfermedad mortal para unos, y otros ni siquiera se inmutan. Un fármaco funciona en un paciente y no funciona en el de al lado. No hay enfermedades, sino tratamientos, que dependen de la vida contradictoria que los acoge. De nuevo lo interior y lo exterior.

Esa verdad de la medicina se conjuga con otra, no de la vida, sino del conocimiento. Según la visión dominante hoy, los científicos que asesoran a los Gobiernos en la lucha contra la pandemia, son zombis, máquinas teledirigidas por la electroquímica de sus cerebros. Tanto el neurocientífico como el jardinero gozan de una libertad aparente, carecen de libertad para elegir sus pensamientos. Lo crean o no, ese es el paradigma en que vivimos. Cabría preguntarse qué credibilidad merece un zombi o una comunidad de ellos. En una entrevista reciente a un especialista en pandemias (David Quammen, autor de Contagio), a la pregunta de si consideraba que lo que estaba ocurriendo era una “revancha de la naturaleza” respondía: “No lo diría así, porque soy un materialista darwiniano. No personalizo la naturaleza. No personalizo la naturaleza con N mayúscula capaz de revancha ni de emociones”. Pero, según su modelo, tampoco él las tiene, parece tenerlas, pero en realidad es un zombi teledirigido por impulsos cerebrales. Como si la vida fuera un cálculo exacto de causas y efectos, como si las contradicciones internas, las obsesiones o los sueños, no formaran parte de ella. De hecho, ni él ni cualquier otro humano es responsable de lo que está sucediendo. Simplemente son zombis que obedecen la mecánica neuronal. Y sin embargo, Quammen no tiene empacho en decir que nuestro modo de vida (comida, ropa, viajes, cacharros) nos hace responsables de lo que está sucediendo.

Hay otra metáfora que he escuchado recientemente y sobre la que podría ser saludable meditar. El virus funciona como un espejo ante individuos y naciones. Obliga a cada uno a confrontar sus propios miedos. Alguien ha dejado caer que nos comportamos con el planeta como el virus se comporta con nuestros tejidos pulmonares. La comparación es atroz pero tiene su verdad. Vivimos en una soberanía ficticia. La intervención despiadada en el medioambiente olvida que somos parte de una biosfera en la que nada es independiente.

En esa contradicción vive una parte importante del pensamiento moderno. La exclusión de lo mental del ámbito de la física ha dado grandes resultados, pero el juego parece agotado. Seguimos pensando que el modelo físico-matemático es la verdad completa y esa verdad ser proyecta sobre lo humano, esa máquina compleja pero máquina al fin y al cabo. Sin embargo, quienes tienen estas ideas también tienen valores y toman decisiones no automáticas. Imaginan y proyectan líneas de investigación científica y logran desarrollarlas. No asumen que responsabilidad implica libertad y que, si somos zombis, no hay posibilidad de asumir responsabilidades. La libertad es intangible y no encaja en los moldes de lo cuantitativo. Es algo que todos, de algún modo, experimentamos. Ninguna ecuación podrá definirla porque una ecuación no es algo experimentable. La libertad, además, tiene poco que ver con la elección misma, sino con lo que nos ata y lo que nos libera, pero eso es ya otro asunto.

Los buenos médicos no se dejan confundir por el materialismo médico. La mejor crítica del mismo la formuló William James. El materialista médico, decía, es aquel que cree que la filosofía de cada cual depende de cómo filtre su hígado. Si filtra de un determinado modo, será idealista, si de otro distinto, fenomenólogo, si de un tercero, materialista médico. Algunos se niegan a ver la circularidad del razonamiento. James, que era médico, defendió la libertad y el indeterminismo en una época en la que el materialismo mecanicista amenazaba con someter a la filosofía.

Leibniz decía que lo que consideramos un mal, es de hecho un bien que aún no hemos entendido. Voltaire se mofaba de su optimismo porque no lo entendía. A menudo nos reímos de lo que no entendemos. No podemos erigir una civilización al margen de la biosfera, de ese equilibrio dinámico entre los seres vivos (virus, bacterias, hongos, plantas y animales), y los procesos geoquímicos, la radiación solar, la atmósfera, los océanos y la corteza terrestre. Somos seres homeostáticos, capaces de mantener una condición interna estable y compensar los cambios del entorno mediante un intercambio regulado, pero esas capacidades tienen un límite.

Idolatrar las ciencias es tan irracional como negar sus logros. El fuego destruye y da calor. La investigación científica nos ha llevado a la Luna, a los antibióticos y las vacunas, pero también al Proyecto Manhattan, los experimentos de Mengele en Auschwitz y las armas bacteriológicas. Todo conocimiento tiene su lado oscuro y su lado luminoso. La pandemia podría haber sido una creación de la imaginación científica. Si ella hizo el nudo, ella lo deshará. En todo caso, hay fanáticos cientificistas y fanáticos creacionistas, y aunque los últimos nos resulten más recalcitrantes, no debemos olvidar a los primeros. Ante estos, lo mejor es cultivar un sano escepticismo. Contra lo que generalmente se cree, lo contrario del escepticismo no es la creencia, sino el dogmatismo. Los escépticos pueden ser grandes creyentes, simplemente no se atan a sus creencias. El griego Pirrón y el budista Nāgārjuna fueron dos buenos especímenes. Wittgenstein nos enseñó que aunque la experiencia significativa queda fuera del marco de lo cuantificable, negarla o suprimirla resultaría intolerable para ese ser complejo y contradictorio que es el hombre. La amenaza de la pandemia no es sólo la amenaza del virus, es también la amenaza a la libertad de pensamiento. La tentación totalitaria ya se ha dejado ver. Una sociedad de zombis prepara la llegada del tirano. No permitamos que los magnates de las grandes corporaciones, por muy filántropos que sean, nos impongan su vigilancia digital y represiva. El cálculo darwinista es tan peligroso como la regresión nacionalista. Quizá sean una misma cosa.

Juan Arnau es filósofo.

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