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Combat rock
Columna
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Y usted a quién le cree

El poder en una democracia necesita ser contrapesado. Y el periodismo representa algo como los anticuerpos con los que una sociedad se defiende ante la posibilidad de ser avasallaba

Una de las conferencias de prensa de López Obrador, presidente de México.
Una de las conferencias de prensa de López Obrador, presidente de México.CARLOS JASSO (REUTERS)
Antonio Ortuño

Parecería una distinción simplísima pero algunos, hoy en día, no son capaces de hacerla. Y es esta: un periodista de verdad no puede ser un militante político ni un “convencido” defensor de un poder. Y tampoco puede ser el justificador de los dislates o el cantor de las gestas de un gobierno. Esto no significa, desde luego, que deba carecer de ideario o, peor aún, que se muestre indiferente ante los conflictos de la sociedad a la que intenta mantener informada. Tampoco quiere decir que no pueda intervenir de forma congruente en la cobertura de temas políticos. Para nada. Los valores de miles de reporteros y editores en este oficio existen y son muy claros: defensa de los derechos humanos, crítica de la desigualdad y las diversas violencias, denuncia de la corrupción, etcétera. Y, por ello, un buen periodista debe ser capaz de mostrarse empático, e incluso de establecer lazos cordiales y solidarios con quienes profesen esos valores, entre los ciudadanos o en las instituciones.

Pero eso no significa que el periodismo sea una profesión de fe, ni mucho menos que cualquier militante que da o comenta noticias se convierta en periodista porque sí. Todo lo contrario. Porque el periodista debe ser, por principio, un escéptico. Debe hacer preguntas incómodas y leer entrelineas los discursos y no dejarse engatusar jamás por la alocución de un líder o funcionario. El periodista no está ahí para quemar inciensos. Es, y debe ser, un aguafiestas. Porque incluso los más eficaces, mejor intencionados y más inteligentes hombres y mujeres de poder son susceptibles de cometer errores, torpezas y tropelías. Y el periodista está ahí para recordarnos que un mandatario también es capaz de hundir la pata hasta el cuello, desviar fondos, aceptar sobrecitos o acosar. Está ahí, en suma, para encontrar y señalar las contradicciones e incongruencias entre los dichos y hechos del poder.

Y cuando un periodista se compromete con un líder, movimiento o partido, renuncia explícitamente a su misión verdadera: la de poner la información al servicio del ciudadano común mediante el escepticismo documentado, es decir, de sostener una visión incómoda para el poder. La militancia política está en el extremo contrario del espectro ético e intelectual. Los partidos o movimientos no tienen ninguna clase de compromiso con la verdad. Un militante mentirá con toda la boca si considera que su causa lo requiere y no reconocerá las mentiras de los suyos ni siquiera debajo de un bombardeo de pruebas. A eso lo llama convicción.

El poder en una democracia necesita ser contrapesado. Y el periodismo, en ese sentido, representa algo como los anticuerpos con los que una sociedad se defiende ante la posibilidad de ser avasallaba y dominada por una hegemonía institucional (o económica o hasta criminal). Por eso ningún poderoso mira con simpatía a la prensa crítica y añora medios repletos de simpatizantes. Pero en una sociedad abierta y democrática, la libertad de cuestionar se sobreentiende como indispensable. Si desaparece, junto con ella se van también los derechos humanos, las garantías individuales y, en fin, todo aquello que el poder considere prescindible con tal de magnificarse y afianzarse aún más.

Por eso, los ciudadanos acríticamente convencidos de que la prensa miente y simétricamente incapaces de reconocer las cotidianas mentiras de los políticos y los voceros de sus causas, le prestan un mal servicio a sus sociedades. Son los antivacunas y los terraplanistas de la información. Pues renunciar a la crítica en pos de la “causa” es renunciar al discernimiento básico.

No cabe duda de que muchos políticos contemporáneos (y varios presidentes del continente son ejemplos fulgurantes de esto), serían felices de gobernar países en los cuales nadie tuviera dudas y en los que todos obedecieran sin chistar. Decida usted: ¿prefiere tener pensamiento crítico (y el mero derecho de tenerlo) o prefiere ser un gólem que siga a los poderosos a donde quiera que lo lleven?

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