Guiñoles
Después del último episodio de muertos y descrédito convendría que la oposición venezolana abandonara los atajos a tiros y recuperara la clarividencia
La aventura del mercenario Jordan Goudreau en Venezuela puede abordarse desde los tratados sobre las alucinaciones de la psiquiatría francesa, abundando acerca de la turbación de la inteligencia o echando mano del cuento de La lechera de Samaniego, que introduce a los niños en el mundo de la ambición y las frustraciones. Cuando se desea algo mucho, la caída de Maduro, puede incurrirse en el error de pensamiento de construir una realidad acorde con ese afán, ponderando únicamente las posibilidades favorables, confundiendo lo posible con lo probable, sin valorar las consecuencias del aturdimiento mental.
Cabe suponer que la operación que concluyó con la desarticulación de un grupo de combate asalariado es alquimia de servicios secretos, con la impaciencia de la oposición como cooperadora necesaria. Un espectáculo de títeres movidos por artistas ocultos tras el escenario, teatro de guiñol en un país quebrado por una clase política encanallada e incapaz. El fiasco demostró la desesperación e ignorancia de quienes contrataron la fantasía de un golpe palaciego y ofrecieron al régimen la oportunidad de denunciar a Guaidó y a Estados Unidos como inductores.
Lamentablemente, la astracanada verificó que las partes no trabajan en una salida negociada de la crisis, sino que urden tramoyas y efectos especiales. Los incondicionales de la solución militar cayeron en el desaliento cuando Trump destituyó a Bolton, partidario del desembarco de marines en los puertos donde acabaron recalando dos botes con marionetas. La frustración causada por el repliegue del Pentágono condujo a la desmoralización, y después a la ensoñación de considerar la quimera concebida por los laboratorios de inteligencia que adoctrinaron a un turbio exgeneral y timaron al exboina verde y a la oposición, cuyo nivel de discernimiento en la trama revela déficits alarmantes.
La ansiedad antigubernamental suscribió pagos y acuerdos de intenciones con un exsoldado que se anuncia disparando ametralladoras, escalando una pirámide a la carrera, en un jet, y con la bandera de Estados Unidos enrollada en una mochila militar: el personaje necesario del disparate que Caracas vendió como una operación orquestada por la CIA, semejante a la invasión a Cuba por Bahía de Cochinos, en 1961.
El exmarine que visitó el campamento de los invasores implicados en la tragicomedia constató su indigencia: sin agua corriente, dormían en el suelo, apenas comían y entrenaban “con palos de escoba en lugar de fusiles de asalto”. Cinco perros entrenados para olfatear explosivos fueron regalados para que no murieran de hambre, escribió Joshua Goodman en la agencia AP.
Venezuela sigue empantanada en el enconamiento. Después del último episodio de muertos y descrédito convendría que la oposición abandonara los atajos a tiros y recuperara la clarividencia. Aunque el Gobierno mantiene la sartén por el mango, no podrá estabilizar su mandato, menos eternizarlo, trampeando con la democracia. Si posterga las elecciones legislativas y no adelanta las presidenciales, las desgracias de los venezolanos se agravarán, y con ellas los problemas de la Colombia fronteriza.
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