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Tribuna
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La procedencia del estado de alarma

Solo con poderes extraordinarios se podía decidir una respuesta eficaz a la pandemia

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su intervención en el pleno del Congreso que debatía y votaba la quinta prórroga del estado de alarma.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su intervención en el pleno del Congreso que debatía y votaba la quinta prórroga del estado de alarma.Ballesteros (EL PAÍS)

“Procederá la declaración de los estados de alarma, excepción o sitio cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades competentes...” así reza el artículo primero de la Ley Orgánica 4/1981 de 1 de junio de los estados de alarma, excepción y sitio, que como es conocido tiene su anclaje en el artículo 116 de la Constitución.

El artículo 4 de la citada ley orgánica prevé que se declare el estado de alarma cuando se produzca alguna de las “alteraciones graves de la normalidad” que en dicho precepto se mencionan y entre ellas, específicamente, las “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.

Si he decidido reproducir literalmente estas referencias de la ley orgánica es porque no es frecuente que el ordenamiento jurídico ofrezca con tanta claridad conceptual y precisión técnica la respuesta que el gobernante deba dar a una situación extraordinaria, inesperada y de gravísimas consecuencias para la vida de las personas y el funcionamiento del sistema sanitario como la derivada de la covid-19.

Y si es posible situar en torno al 11 de marzo el día en que salta la alarma —fue en esa fecha cuando se hace pública la declaración de la OMS de la pandemia—, esto es, el día en que toma cuerpo la conciencia de que un peligro inminente se cernía sobre la salud de todos nosotros, un peligro que requería de una respuesta inmediata y enérgica. Al día siguiente el Gobierno adopta medidas y el 14, tras haberlo anunciado el presidente, declara el estado de alarma, el estado de emergencia constitucional que procedía declarar.

Porque es muy ilustrativo el verbo —proceder— con el que arranca la Ley Orgánica 4/1981 y que con toda intención he elegido para poner titulo a estas líneas.

Proceder es hacer algo conforme a razón y derecho, como indica el diccionario de la RAE en una de sus acepciones.

Procedía declarar la alarma porque, como se ha señalado, de forma expresa y precisa se contemplaba el supuesto de hecho en la Ley Orgánica 4/1981.

Procedía porque las circunstancias extraordinarias hacían imposible el mantenimiento de la plena normalidad constitucional.

Procedía porque solo con poderes extraordinarios se podía decidir una respuesta eficaz de contención y control de la pandemia y una actuación urgente para reforzar el sistema sanitario.

Procedía porque solo una alta autoridad, el Gobierno de la nación, puede dar instrucciones a las demás autoridades y empleados públicos para la protección de personas, bienes y lugares. Y para garantizar los servicios esenciales e infraestructuras críticas, es decir, hacer que un país funcione al mismo tiempo que se ha tenido en buena medida que paralizar.

Procedía porque es la única norma vigente que permite, expresamente, como requiere el Tribunal Constitucional, “limitar”, además y más allá de simplemente “condicionar”, como dice la propia ley, la libertad de circulación (o de “permanencia”) del conjunto de los ciudadanos, acordando su confinamiento, que se ha revelado imprescindible para detener la propagación de la pandemia.

Y procedía también porque no procedía declarar otros estados de emergencia, como el de excepción que, en la voluntad del legislador orgánico, en el diseño de la ley y en el sentido de sus preceptos, se concibió para dar respuesta a crisis de naturaleza muy distinta a las crisis sanitarias, con instrumentos y controles igualmente dispares.

Las limitaciones de derechos que el estado de alarma prevé expresamente, tienen una finalidad, una ratio incontestable, la protección de la salud y en último término la vida de los ciudadanos, el bien más preciado. Estos días hemos aprendido, por cierto, que pocas decisiones jurídico-politicas, como la de declarar el estado de alarma y las medidas que a su abrigo se han adoptado, más de un centenar de normas dictadas en un ingente esfuerzo del Gobierno para crear todo un ordenamiento de crisis, pueden haber sido tan determinantes para salvar vidas en período de paz.

En este sentido, sorprende la acusación de los riesgos democráticos asociados a la alarma. Precisamente, porque está sometida a los controles más exigentes de un Estado democrático de derecho para corregir eventuales excesos.

Recordemos. Al control de constitucionalidad, ya que los decretos de declaración y prórroga del estado de alarma, tienen fuerza de ley, como ha establecido el Tribunal Constitucional. Y, de hecho, ya se ha activado la vía del recurso de inconstitucionalidad. Al control parlamentario específico, que va desde la dación inmediata de cuentas, a la necesidad de tener el respaldo del Congreso para cada prórroga, con la eventual enmienda del contenido de la misma. Y al control jurisdiccional ordinario para revisar las disposiciones y actos administrativos adoptados bajo la alarma.

Particularmente desafortunada, por todo ello, me ha parecido el uso de la expresión dictadura constitucional, una exageración insidiosa.

Procedía, pues, declarar el estado de alarma. Y procedía solicitar su prórroga. Y que el Congreso la autorizara. Que lo hiciera en cada caso, dialogando, debatiendo y acordando los grupos sobre las condiciones de la misma, pues el marco de alarma, otra de sus ventajas, puede ser suficientemente flexible, singularmente para arbitrar procesos de cogobernanza. Todo ello, sin duda. Lo que no procedía era que la alarma se convirtiera en instrumento de transacción y mucho menos aún de confrontación política.

Sí, procedía declarar la alarma, procedía prorrogarla y, hoy deseo añadir, que procede seguir haciéndolo. Como dice la propia ley orgánica, de nuevo con claridad meridiana, hasta “asegurar el restablecimiento de la normalidad”, una normalidad sin adjetivos. Pues este es, en efecto, el sentido de un estado de emergencia constitucional, hacer posible el tránsito de la normalidad a la normalidad a través de una alteración y reforzamiento de los instrumentos jurídicos de la autoridad política previstos en la Constitución que solo pierden sentido cuando su objetivo se ha alcanzado.

Procede eso, en mi opinión, la prórroga, y no componer un puzle de disposiciones normativas sectoriales, del orden sanitario, a las que la propia Ley Orgánica de alarma ya apela complementariamente, y otras, cuando ninguna de ellas, ninguna, prevé expresamente la posibilidad de limitar la libertad de circulación, y eventualmente otros derechos, de los ciudadanos, algo que seguramente sea necesario preservar hasta el final de la desescalada. Y si lo que se propone es modificar de urgencia esa legislación a este fin, si tal cosa fuere posible, y para contar con menos garantías y controles, ¿tiene sentido hacerlo cuando ya disponemos del estado de alarma y de las posibilidades de adaptación que sus prórrogas deparan?

Me parece evidente que el instrumento jurídico del estado de alarma, bien previsto en la Constitución, y bien regulado en la ley orgánica, se ha convertido para algunos en una pieza política a cobrar. Injustamente, si pensamos en nuestros padres constituyentes y en los autores de la primera legislación de desarrollo constitucional. Que hicieron bien su trabajo.

Como lo han hecho y siguen haciéndolo, ejemplarmente, en esta crisis el personal sanitario, las Fuerzas Armadas, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, los empleados públicos en general y los trabajadores y empresas que atienden servicios esenciales. Y como lo han hecho y siguen haciéndolo la inmensa mayoría de los ciudadanos, cumpliendo con responsabilidad y honrando en su memoria a todas las personas fallecidas.

José Luis Rodríguez Zapatero es expresidente del Gobierno.

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