Las formas, amigo mío
Desconozco los protocolos parlamentarios, pero no llego a comprender qué es lo que hay que negociar o intercambiar en una situación como esta
Hay que tener mucho cuajo para soportar en estos días de pandemia una presencia pública. Así lo pienso cuando cada día escucho a Fernando Simón y a Salvador Illa, los dos hombres que han asumido la difícil tarea de comunicar a la población el drama y de indicar unas normas de actuación que eran inéditas y traumáticas para las personas más desamparadas. Me parece admirable que los dos hayan encajado brutales campañas de descrédito sin perder las formas. Aunque solo sea por esa actitud tan infrecuente brillan en un país en el que el más tonto aprovecha la ocasión para convertirse en virólogo. Amigos a los que aprecio y de los que esperaba una opinión más razonada se entregan a teorizar sobre el desastre español como si fuéramos el único país en el que la percepción del virus iba cambiando según los científicos lo conocían mejor y como si toda la responsabilidad correspondiera al Gobierno.
Pero, sí, hay un desastre español. Ese desastre no hay que atribuírselo a las personas que ejercían la responsabilidad de una comunicación difícil e impopular, porque nos conminaban a soportar un encierro para el que no hemos nacido; tampoco a una sanidad que aunque esquilmada y saturada, ha hecho frente, poniendo la vida de sus trabajadores en riesgo, a una tragedia que le sobrepasaba. El comportamiento de la población está siendo, en general, irreprochable, aunque haya mucho aprendiz de filósofo achacando esa actitud responsable a una docilidad beatuna. El desastre proviene, cómo no, de una clase política incapaz de entender el momento excepcional que atravesamos. Escribo desde una lógica ciudadana, desconozco los protocolos parlamentarios, pero no llego a comprender qué es lo que hay que negociar o intercambiar en una situación como esta. Imagino que no nos consideran maduros como para entender que apoyar a un Gobierno en la prolongación de un estado de alarma no significa comulgar con sus políticas, sino adoptar una posición común referida a la salud durante un tiempo limitado. Ellos son los que se mueven en el lodazal y su mierda nos salpica. Aspiran, nuestros representantes, a que Europa actúe solidariamente con los países más machacados, pero a su vez son incapaces de entender esa empatía a un nivel interno. ¿Qué se ha de negociar cuando estamos hablando de una urgencia sanitaria? ¿Se puede apelar al llamado “espíritu de la investidura”, como así llamaba poéticamente Rufián a los acuerdos de hace medio año, después de casi 29.000 muertos? ¿Qué es lo que tiene que pasar en España para que se aparquen durante un tiempo las diferencias de la misma manera que la población ha aplazado o abandonado planes y proyectos, incluso duelos? ¿En virtud de qué el ciudadano ha de portarse bien cuando asiste a este espectáculo de trapichería?
Empiezo a creer en la vieja idea de que hay algo en la esencia del ejercicio político en España que está equivocado de raíz. Detesto sumarme a ese pesimismo recurrente en el pensamiento español, pero lo que ha ido ocurriendo durante esta crisis, que por otra parte hiere a la humanidad en pleno, es desolador. Galdós, al que se reivindica ahora en virtud de su pensamiento progresista, advertía esa falta escandalosa de generosidad en aquellos que en gran manera deciden sobre el curso de nuestras vidas. Cuando leo las palabras que ahora cito me parece que han sido escritas para esta semana que hoy cerramos. No estaría de más que algunos las leyeran y les dedicaran unos minutos de reflexión: “No todo es oro acá, ni allá todo escoria, que en uno y otro montón abundan el precioso metal y las materias viles. No debemos despreciar, tratándose de la política, las formas, amigo mío, las socorridas formas, necesarias en este arte más quizás que en ningún otro; formas pido a los hombres en lo que escriben, en lo que decretan, en lo que hacen; formas en el trato político como en el social, y sin formas las ideas más bellas y fecundas resultan enormes tonterías”.
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