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Tribuna
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Por un plan de reconstrucción, argumental

Los medios de comunicación españoles prestan una atención desmesurada a los aspectos más expresivos, coyunturales o superficiales del debate político, en detrimento de análisis sustanciales de las decisiones o alternativas que se proponen

José Luis Díez Ripollés
Un señor observa portadas de varios periódicos en un kiosco en San Sebastián.
Un señor observa portadas de varios periódicos en un kiosco en San Sebastián.

En situaciones extremas como la actual pandemia, la demanda de que los expertos pasen a un primer plano tiene una fuerte acogida social. Esta exigencia se enmarca en un contexto de profunda preocupación por el bajo nivel argumental del debate público en España. No han faltado recientemente contribuciones en este diario que han manifestado esa inquietud. Pienso que una de las principales causas de la degradación del debate público tiene que ver con el excesivo protagonismo que en él se atribuye a nuestros representantes políticos. Estos han colonizado la esfera pública hasta límites poco saludables para nuestra democracia.

El papel distorsionador que una parte de nuestros políticos desempeña en este asunto es fácilmente apreciable estos días con motivo del análisis crítico de las medidas adoptadas para luchar contra la covid-19. No voy a recoger las insensateces que parte de nuestros políticos y partidos políticos están formulando con toda facundia y que son bien conocidas porque son puntualmente difundidas por todos los medios de comunicación. Solo diré que, aunque las que tienen más eco son las que expresan los miembros de la oposición política nacional, o algún gobierno autonómico en funciones de opositor, basta descender al nivel autonómico, con gobiernos de signo distinto, para comprobar como esa otra oposición cae con frecuencia en las mismas prácticas.

La pregunta es en qué medida podemos contrarrestar esta degradación del debate público sin obstaculizar la tarea imprescindible en toda democracia, de confrontar opiniones o estrategias de actuación políticas y de controlar la actuación del Gobierno, que compete sustancialmente a nuestros representantes políticos.

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Empezaré recordando que este fenómeno de crispación desmedida es una característica singular de nuestro sistema político, y que no ha habido que esperar a estos días para experimentarlo. Es bien conocida la sorpresa que a diplomáticos y residentes extranjeros les causa desde hace tiempo el destemplado y maleducado debate político español.

Esta singularidad puede tener que ver con otra, que suele pasar desapercibida: la desmesurada atención que los medios de comunicación españoles prestan en general a los aspectos más expresivos, coyunturales o superficiales del debate político, en detrimento de análisis sustanciales de las decisiones o alternativas políticas que se proponen. Así, análisis sosegados, adaptados al público al que se dirigen, sobre propuestas políticas relevantes de unos y otros, por ejemplo, sobre cómo reordenar el mercado laboral, afrontar el cambio climático o renovar nuestro sistema educativo, ocupan un ínfimo espacio. En contraste con el afán que muestran nuestros medios de comunicación en recoger cualquier descalificación personal, agudeza injuriosa, broma cruel, patente exageración o majadería formuladas por un representante político, sin dejarse en el tintero la ordenada sucesión de respuestas de sus contrincantes políticos, con frecuencia con el mismo nivel de estulticia o agresividad.

Se podrá decir que en todos los países hay periódicos o cadenas de radio y televisión que se ocupan de forma predominante de divulgar esas naderías, lo que es cierto. Pero la especificidad española reside en que en nuestro país todos los medios y de una manera destacada, por más que no con la misma intensidad, recogen tales rebuznos, y dan lugar a que el debate político gire sobre ellos.

Ciertamente, se podría alegar que quiénes son los medios para discriminar entre las afirmaciones políticas deleznables y las que no. Y que eso supone introducir mecanismos de censura, atentatorios a la libertad de expresión, nada menos que en el debate político.

A ello cabría responder, en primer lugar, que en una democracia la deliberación pública que ha de conducir a tomar decisiones políticas no tiene por qué estar dominada por los representantes políticos. De hecho, una democracia de calidad ha de estar dotada de una potente sociedad civil, de múltiples asociaciones y movimientos sociales, sin afiliación política estrecha a ningún partido, que puedan determinar la agenda del debate público al margen de los intereses políticos inmediatos.

En segundo lugar, es bien conocido que los medios de comunicación, públicos o privados, seleccionan los contenidos informativos que estiman relevantes en perjuicio de otros. Justamente eso es un elemento imprescindible de la libertad de prensa, que facilita grandemente el contraste de opiniones, siempre que no se llegue a la manipulación informativa.

Por último, todos sabemos que los medios aceptan con mayor o menor convicción ciertas restricciones o recomendaciones a la hora de informar, dirigidas a salvaguardar intereses que se consideran sobresalientes. No voy a defender ahora unas u otras, pero me limito a recordar la actitud informativa hacia los suicidios, la violencia de género, la vida privada del jefe del Estado, entre otras.

Lo que propongo, en último término, es que los medios dejen de recoger lo que para casi todo el mundo constituye una obvia necedad, una canallada, un insulto, una manifiesta exageración, una agudeza cruel, etc, que ha sido formulada por un representante político.

La propuesta podrá calificarse de ingenua en el ambiente de resignación dominante. Pero, desde luego, su ejecución beneficiaría a nuestra democracia. Lograr que opiniones evidentemente infundadas o hueras y afirmaciones descalificadoras no tengan acceso al debate público mejoraría notablemente el nivel de deliberación política y social. Es posible que eso quite algo de chispa al debate político, que sea algo más aburrido, pero posibilitaríamos que fuera un auténtico intercambio de ideas y propuestas, y no de vulgaridades e insultos. De algún modo es volver a lo que decía al principio, dar ocasión a que las opiniones fundadas, basadas en datos y bien argumentadas, se puedan abrir paso en el discurso público y político.

Y creo que esto se puede lograr sin afectar a nuestras libertades democráticas. No propongo preceptos legales que prohíban la necedad, la mala educación o la agresividad verbal. Con ellas hemos de convivir. Y para lo que va más allá de eso ya tenemos el código penal. Lo que planteo es que nuestros medios de comunicación, o al menos aquellos que marcan tendencia, introduzcan o refuercen pautas comunes deontológicas en virtud de las cuales se comprometan a no recoger las afirmaciones de nuestros representantes políticos que merezcan los calificativos empleados.

Es más, si esa autorregulación produjera efectos apreciables, quizás pudiéramos prescindir de unos delitos tan discutibles como los llamados delitos de odio, que constituyen hoy en día una desmesurada y bienintencionada intervención penal que pretende introducir decencia, autocontención y humanidad en nuestro debate público. Una tarea que, digámoslo claramente, le viene grande al derecho penal.

Es de temer que, si no reaccionamos ante la actual situación, no solo el debate público seguirá afectado, sino que terminará repercutiendo sobre el debate experto, de lo que ya hay algunos indicios.

José Luis Díez Ripollés es catedrático de derecho penal.

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