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Columna
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Un Nobel póstumo de la Paz para los profesionales de la salud víctimas del coronavirus?

El personal sanitario, víctima de su fidelidad al trabajo para salvar a los otros, resonará en nuestras conciencias como ejemplo de vida y de generosidad

Juan Arias
Personal sanitario en Río de Janeiro.
Personal sanitario en Río de Janeiro.Antonio Lacerda (EFE)

La academia de los premios Nobel los concederá este año aún en plena pandemia. El Nobel de la paz ya fue otorgado en el pasado a políticos que no siempre lo merecían. ¿Por qué no dar ese Nobel póstumo a los profesionales de la salud víctimas en todo el mundo de la tragedia del coronavirus?

Aunque esas enfermeras y enfermeros piden no ser vistos como héroes, pues se trata de su obligación, están siendo víctimas en muchos casos de la falta de equipos en los maltrechos sistemas públicos de salud, que en muchas partes, como por ejemplo aquí en Brasil, han sido criminalmente saqueados por la corrupción política.

Existe un clamor mundial de empatía y agradecimiento hacia estos profesionales, muchos de ellos ya jubilados y que han decidido volver a la primera línea del frente de esta guerra de enemigos invisibles. La gente les aplaude, les canta y se conmueve con sus muertes. Ellos, a su vez, demuestran su felicidad cada vez que consiguen salvar una vida aunque sea a costa de poner en riesgo la propia.

“Tengo miedo, pero estoy aquí”, dijo una de las enfermeras italianas que acabó perdiendo su vida. Está siendo como un río de generosidad por parte de ese ejército de trabajadores anónimos que son protagonistas de una nueva ola de simpatía y admiración mundial. Escenas de su vida acaban viralizadas en las redes sociales como la de una enfermera dormida frente a su ordenador después de días ininterrumpidos de trabajo. O la de esos enfermeros, el 85% mujeres, despidiendo con aplausos del hospital a una anciana de más de cien años a la que consiguieron arrancar de la muerte.

El mundo que aplaude y ama a estos trabajadores de la salud descubre que el coronavirus quizá nos esté revelando paradójicamente lo mejor de nosotros mismos. Mientras enterramos a los muertos desenterramos virtudes que estaban adormecidas. Descubrimos una capacidad de amar que creímos haber perdido, al mismo tiempo que nos descubrimos más capaces de observar y de apreciar los mejor de los otros.

El virus podría estar curándonos de nuestra frialdad y codicia de poseer y de nuestro olvido por los que sufren dolor y soledad. Podría ser que esté sirviendo para recomenzar la vida con la fuerza y la alegría del primer día de la creación y la conciencia de que o se vive de la mano de los otros, o seremos víctimas de la soledad que nos hace vivir como muertos.

Descubrimos que quizá no éramos tan malos y egoístas como creíamos. Estamos desenterrando rayos de humanidad en un mundo que parecía frío y sin sentimientos. La pandemia ha hecho que nos sintamos más cercanos a nivel mundial y la vida se nos revela con mayor valor y dignidad.

Si antes del coronavirus decíamos que el hombre era un lobo para los otros, hoy descubrimos que también existen ángeles en medio a este pequeño trozo de universo.

Si el mundo se descubriera mañana menos de piedra, menos feroz, con más ganas de abrazos que de armas, las vidas perdidas no habrán sido inútiles. Y los vivos no deberán olvidar que las víctimas fueron semilla de paz y de concordia futura.

Sí, deben crear ese Nobel póstumo de la Paz para esos profesionales de la salud que mueren mientras derraman amor y desvelos con los que agonizan en sus manos. El poeta italiano Humberto Ungaretti escribió que “los muertos no hacen ruido a medida que crece la hierba”. Los muertos del coronavirus, víctimas de su fidelidad al trabajo para salvar a los otros, sí resonarán en nuestras conciencias como ejemplo de vida y de generosidad. El mundo no debe olvidarles.

Su ejemplo nos está limpiando del polvo del desinterés: vivíamos en nuestra conciencia adormecida. Nos están ayudando a descubrir que arrastrábamos tantas veces el peso de una vida sin sentido en la que habíamos matado al amor.

Quizá esta tragedia que abraza al mundo en el temor y en la muerte, nos ayuda a descubrirnos más vivos que antes frente al silencio de los ataúdes enterrados en soledad sin que nadie pueda humedecerlos con sus lágrimas de dolor.

Los nombres de esos profesionales, nuevos ángeles de este calvario de dolor y muerte que nos están sirviendo de ejemplo, deberán un día ser grabados en piedra para recordar a quienes les seguirán que no existen fronteras entre la vida y la muerte cuando ambas son vividas con dignidad.

Solo quienes caminan como vivos, pero están muertos dentro son incapaces de tener sentimientos de solidaridad en estos momentos de dolor y miedo mundiales. Como el presidente ultra de Brasil que aún no ha sido capaz de expresar su compasión con las víctimas que el coronavirus va amontonando.

Esas personas han asesinado dentro de ellas ese mínimo de compasión que nos identifica como humanos. De ellos se podría decir como Jesús en el Evangelio: “Dejad que los muertos entierren a los muertos”. Son cadáveres ambulantes que se arrastran fingiendo estar vivos. Son los adoradores de la muerte porque vivir, al final, les infunde terror. La fuerza y la belleza del amor ya no les alcanza.

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