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MORENA
Columna
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Morena en su disyuntiva

Mientras las autoridades siguen obsesionadas con mantenerse en el poder, los grupos delincuenciales están regulando una diversidad de conductas

José Ramón Cossío Díaz

Cada vez es más evidente que el proyecto de todo lo que está agrupado en torno a Morena ha sido —y continuará siendo— la ocupación y la permanencia en el poder. Que, a esa necesidad y finalidad de su fundador y líder López Obrador, se subordinó y se subordinará la totalidad de su acción y que, por ello, será siempre política. Esta última calificación no recoge una obviedad. No se me agota en expresar que al tener la lucha por y en el poder ese carácter, su obtención y preservación tiene que ser de la misma naturaleza.

Lo que aquí es relevante destacar es que el entonces movimiento y hoy movimiento-gobierno, no ha podido ir más allá de las fases de ocupación y permanencia. Que ello es lo que determina su acción cotidiana y su representación del futuro. Que ello es lo que hace que su actuar esté limitado a lo electoral. No como reducción al instante de la jornada comicial, sino como conjunto de elaboraciones para construir y mantener electorados y simpatizantes que, en última instancia, les aporten votos y les permitan conservar y ensanchar su presencia en el poder. A este señalamiento es posible objetar, desde luego, que la condición electoral es común a todos los partidos y que Morena, así como los morenistas no son sino otra muestra de ello. Con todo y que este señalamiento es correcto, existe un aspecto en el proceder del actual régimen mexicano que lo califica de tal manera que termina por distinguirlo y diferenciarlo.

Lo que acontece en Morena y sus amplias ramificaciones tiene que ver con dos cosas. La primera, con la pretensión de establecer un modo total de estar en y para las elecciones. Es decir, en y para el electorado actual y sus posibles extensiones. Es por ello que una parte muy relevante de las reformas constitucionales y legales, de la conformación presupuestal y de las recomposiciones administrativas, han tenido la finalidad de constituir y mantener clientelas por medio de la asignación de becas, apoyos, pensiones y otros mecanismos semejantes de pago que a su vez son generadores de dependencia. El segundo conjunto de reformas ha estado animado por la apropiación de los mecanismos constitucionales a través de los cuales es posible el control de los órganos y las acciones de quienes actualmente ocupan el poder. La desaparición de los órganos constitucionales autónomos, la posesión de los juzgadores federales y locales mediante la reforma judicial o la militarización del país, son muestras de este intencionado proceder.

Al haber limitado su horizonte a las condicionantes de ocupación y mantenimiento del poder, las distintas expresiones del morenismo han buscado —y en mucho logrado— subordinar una parte muy importante de la vida nacional al juego político-electoral. Desde esta posición se ha dividido y juzgado a la nación. Se han asignado vicios y virtudes en razón de su adhesión o no al movimiento en marcha. Desde esa posición se construye la narrativa diaria y se determina la acción gubernamental. Ello es lo que explica que tengamos, por segundo sexenio consecutivo, un Gobierno tan reacio a aceptar ya no digamos una culpa o responsabilidad, sino el más mínimo reproche ante el temor de afectar la credibilidad y, finalmente, la legitimidad que les permite mantenerse en el poder.

Al haber reducido los horizontes de existencia y gobernabilidad a lo político-electoral, las actuales autoridades —federales, locales y municipales— han supuesto que las amenazas a su permanencia en el poder necesariamente provienen de quienes por esa vía puedan arrebatárselo. Que sus males únicamente pueden venir de quienes, como ellos, están metidos y sometidos a la lucha electoral y que, por lo mismo, su propia y cada vez más comprometida sobrevivencia política pasa por la reducción o destrucción de tales adversarios o enemigos.

En su limitada perspectiva, el morenismo no ha podido y/o no ha querido darse cuenta de la existencia del real competidor por el poder. De quien también le está disputando —y en parte lo está sustituyendo— no ya la ocupación de los cargos y las posiciones formales previstas en el orden jurídico nacional, sino la realización de tareas propias del Estado y del orden jurídico nacional.

En su obsesión por perpetuar y acrecentar el poder formalizado que resulta de las normas jurídicas estatales, el morenismo no percibe que diversos grupos delictivos están actuando para constituir órdenes propios para regular las conductas de importantes —y crecientes— segmentos de la población. Que, en su lucha por permanecer en el poder formalizado mediante el orden jurídico nacional, las delincuencias están generando sus propios órdenes normativos.

La reducción de sus adversarios o enemigos a quienes les disputan el poder juridificado ha llevado al morenismo a no comprender que, más allá de esas condiciones en las que desde luego ejerce dominio, hay actores que mediante una diversidad de medios están creando órdenes normativos a través de los cuales están reduciendo las posibilidades de realización de aquello que les permiten hacer las normas del propio orden jurídico nacional.

Mientras las autoridades estatales siguen obsesionadas con el mantenimiento de ese poder, los grupos delincuenciales están regulando una diversidad de conductas. Son ellos los que determinan qué se puede hacer y qué no se puede hacer mediante la imposición de reglas creíbles gracias a la amenaza de su propia coacción. Son ellos los que determinan qué y a quién puede comprarse o venderse, qué productos y cómo pueden ser transportados, qué precios y formas de pago corresponden a cada actividad, qué sanciones conllevan los incumplimientos, así como a quiénes y cómo toca ejecutarlas.

En su constante y creciente actuar, las distintas organizaciones criminales cuentan con variadas fuentes de financiamiento. Los recursos generados por tales actividades se destinan, desde luego, para la manutención de sus respectivos integrantes. También, para el acrecentamiento de sus actividades mediante la compra de armas y otros dispositivos de seguridad para fortalecer sus operaciones. A su vez, los recursos obtenidos por las actividades delictivas sirven para pagar a los funcionarios estatales de todos los niveles para evitar que sus miembros sean sancionados mediante las normas del propio orden estatal. Tales recursos permiten, a su vez, incentivar la participación de actores insertados en una gran cantidad de actividades lícitas —comercio, finanzas, construcción, etc.—, con el propósito de lograr el blanqueo y la legalización de sus recursos.

Mientras las delincuencias avanzan y se apropian de crecientes segmentos de nuestra amplia, compleja y diversificada vida social, los morenistas se mantienen en su primitiva suposición sobre la ocupación y mantenimiento del poder. Siguen creyendo que sus únicos y reales enemigos son los partidos políticos que puedan ganarles el poder en las urnas, los juzgadores que pueden anular sus decisiones, los medios de comunicación que den a conocer sus errores o faltas, o los comentaristas que duden o critiquen sus procederes.

En su primaria visión no han podido advertir que, mientras que las oposiciones mencionadas se mantienen en lo que bien cabe denominar lealtad institucional, las delincuencias que no han querido o podido ver están actuando para destruir la institucionalidad misma de la que depende su actuar y su existencia.

Es difícil saber en este momento —aun cuando haya signos que ya posibilitan los diagnósticos— si el mantenimiento de la reducida visión electoralista es un defecto intelectual o moral del morenismo. Si, en otras palabras, tiene que ver con la obsesión por las oposiciones o, más bien, con los compromisos con las organizaciones criminales. Si, en el primer caso, la obsesiva atención a sus opositores les ha impedido advertir la existencia de otros y comprometedores componentes de la realidad. O si, en el segundo caso, las relaciones establecidas con las delincuencias para tomar y preservar el poder fueron y son de tal magnitud y profundidad, que resulta difícil distinguir entre gobierno y criminalidad por ser parte de una misma cosa, diferenciable únicamente por las maneras formalizadas de los correspondientes actuares.

En la respuesta a esta cuestión descansa no solo el futuro del morenismo. De manera más amplia y relevante, de ella depende la viabilidad de lo que hasta ahora —y con todos los problemas que desde luego existen— podemos llamar Estado, gobierno, Estado de derecho u orden jurídico nacional. El morenismo está ante la disyuntiva de seguir suponiendo —como lo hizo su fundador y líder— que el mantenimiento y acrecentamiento del poder pasa por el sometimiento de las oposiciones y los críticos que, como quiera que sea, todavía se mantienen en la lealtad institucional, o entender que más allá de ellos existen fuerzas que están generando su propia y distinta institucionalidad. Advertidos del problema, no hay pretextos para mantener la excusa intelectual. No hay modo de seguirse diciendo que no se sabía o no se entendía la magnitud ni la profundidad del fenómeno delictivo. Así las cosas, el morenismo tiene que enfrentarse con la decisión moral sobre su ser y su actuar más allá de sus primarias necesidades y obsesiones electorales y clientelares.

@JRCossio

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