La autoridad en México, la vieja normalidad de siempre
La desconexión por la pandemia nos vuelve a todos mucho más frágiles y presas mucho más sencillas para esos nuevos riesgos que nos rodean, entre los cuales se encuentran múltiples violencias
Tras casi un año de confinamiento, tras casi un año de aquello que, tanto ingenuos como avispados, llamamos nueva normalidad, está claro que esta es la misma de siempre, aunque con mayores riesgos.
Como ha quedado claro para casi todos —aún más para las mujeres, dado el incremento en las cifras de violencia en los hogares, pero también en los espacios de trabajo—, durante estos últimos 11 meses lo que ha cambiado es que la cotidianidad se ha vuelto mucho más frágil.
Se mueren nuestros viejos y enfermos más a menudo, sin que podamos, además, despedirlos como los despedíamos antes; perdemos nuestras fuentes de ingreso o contemplamos cómo las pierden nuestros seres queridos, cercanos y no tan cercanos, sin que podamos tan siquiera defendernos —¿qué se puede hacer si el negocio en el que laborábamos quiebra?—.
Los niños tiran a la basura el año escolar ante la mirada de sus padres y madres, quienes saben, vaya que lo sabemos, que las clases por internet —que de por sí son un privilegio, otra cosa que la nueva normalidad ha reciclado de la vieja: algunos privilegiados han encontrado incluso la manera de mudarse a pueblos paradisíacos, donde han fundado escuelas para sus hijos—, al igual que las clases por televisión, son una curita en una herida abierta por el machete que seccionó la femoral de nuestro cuerpo social.
Las relaciones personales y afectivas de la enorme mayoría se han visto erosionadas, además de por la ya de por sí precaria vida de urgencias y angustias en que transcurre la existencia, por el exceso de cercanía o por el exceso de lejanía, con lo que las soledades se han multiplicado, multiplicando esa absurda idea de que la vida debe solucionarse de manera individual, a consecuencia de la desconexión, desconexión que, obviamente, nos vuelve a todos mucho más frágiles y presas mucho más sencillas para esos nuevos riesgos que nos rodean, entre los cuales se encuentran, claro, múltiples violencias.
No hablo solo de violencias tangibles, de golpes, cuchillos o pistolas, por supuesto, pero tampoco hablo únicamente de las violencias intangibles evidentes: hablo de esas otras violencias que no parecerían serlo y que se han radicalizado, aunque evidentemente ya estaban ahí. Por supuesto que quejarse de tener que formarse durante horas en una fila es ridículo, a fin de cuentas, ha sido la realidad de la enorme mayoría durante años, durante casi toda la vieja normalidad. Sin embargo, defender la existencia de esas filas, es igual de ridículo, porque está claro, para cualquiera que haya leído a Michel Foucault, que las filas son una de las formas que el poder tiene para humillar y castigar a los ciudadanos.
Por supuesto, estamos ante un escenario nuevo e inesperado, por lo que exigir a la autoridad una actuación ejemplar sería injusto. A estas alturas, sin embargo, resulta igual de injusto, con la enorme mayoría de la población, que esa autoridad optara por tratar una herida mortal con curitas: ¿qué otra cosa es, si no, administrar un país como si se tratara de un pequeño municipio o creer que un Banco Nacional debe funcionar como caja chica? ¿Qué otra cosa es, si no, sostener terca, enfermiza, peligrosamente la viabilidad inequívoca de un programa político, económico y social que se pensó, se planeó y se proyectó para un país que no había sido azotado por pandemia alguna, en lugar de repensar, replantear y reproyectar ese programa en función de la realidad que estamos viviendo?
Esta terquedad, esta necesidad de probar que la autoridad es la autoridad y que, en tanto autoridad, nadie tiene que decirle lo que debe hacer —ni siquiera esa cosa inoportuna, impertinente y fastidiosa que es la realidad— es, sin duda alguna, una de las causas principales por las que la nueva normalidad no es otra cosa que la normalidad de siempre, infestada de mayores riesgos y ablandada por nuevas fragilidades —como ha sucedido una y otra vez a lo largo de la historia, por cierto, cuando la autoridad actúa neciamente, cuando se pone a sí misma en la necesidad de demostrar que es la autoridad y que nadie puede decirle nada, esa actitud alcanza a la mayoría de sus bastiones y da lugar a sorderas como la de Morena, partido que es capaz, entonces, de postular a un candidato aun cuando ha sido acusado de violación—.
Las preguntas que debemos hacernos, en el punto en el que nos encontramos, son las siguientes: ¿por qué la autoridad ha elegido enfrentar la pandemia con curitas?, ¿por qué no ha estado dispuesta a trastocar su hoja de ruta?, ¿por qué ha optado por restringir la nueva normalidad al discurso y por dejar la realidad anclada en la vieja normalidad? Me parece —abrazando el hecho de que este país había sido saqueado, el de que nuestro sistema de salud había sido abandonado y el de que la corrupción y la impunidad habían sido dos de nuestros pilares principales— que lo ha hecho, desgraciadamente, porque recicló, no sé si consciente o inconscientemente, la peor de las costumbres de los gobiernos que precedieron su administración, la costumbre de permitir que sea el presente y no el futuro quien dicte las prioridades de la nación.
En política, cuando el presente dicta el orden de las prioridades, podemos estar seguros de que la prioridad es el poder, así como, cuando el pasado se vuelve el centro del discurso, podemos reafirmar o constatar que esa prioridad er el poder. En vez de proyectar futuro, se interviene en el presente porque se sirve a la inmediatez; en lugar de hablar del presente, se habla del pasado —un pasado inmediato que debe ser oscuro y pernicioso, así como uno remoto que debe ser brillante y propicio— porque se sirve a esa inmediatez. Como sabemos, la inmediatez es, inequívocamente, el rostro de la urgencia electoral —el rostro de un líder que, meses antes de unas elecciones, por primera vez habla del riesgo que corre su poder—.
Lo peor, sin embargo, es que, como sucede en el viejo mito, quien observa el pasado demasiado tiempo, empieza a mirar su reflejo, es decir, corre el riesgo de convertirse en ese pasado del que ha renegado una y otra vez. Corre el riesgo, pues, de que su presente no sea, a pesar del discurso con el que lo envuelve, más que una repetición de aquello que la sociedad ya había decidido superar; que su nueva normalidad no sea sino la vieja. Y que, por lo tanto, la sociedad trascienda el tiempo de esa autoridad, incluso antes de que esta se dé por enterada.
Hace años, cincuenta, para ser exactos, Jorge Ibargüengoitia escribió el argumento de una película que, por desgracia, no llegaría ni a guion. Dicho argumento resume, de algún modo, lo que estamos viviendo: una banda de traficantes se hace con una pieza arqueológica invaluable. A partir de ahí, su modus operandi consiste en encontrar un gringo rico y coleccionista, de viaje por el país, al que un miembro de la banda le ofrece la pieza a un precio razonable.
Un par de días después, otro miembro de la banda se presenta ante el gringo y lo detiene, acusándolo de robo al patrimonio de la nación, tras presentarse como agente de alguna de las policías del país —en la actualidad, podría decir que es militar—. El gringo, tras el tremendo susto, devuelve la pieza y paga, para que lo dejen escapar, una mordida monumental.
“Terminado ese primer trabajo —dice el argumento del guion de Ibargüengoitia—, se busca otro gringo, y así sucesivamente”. Lo de sucesivamente, por supuesto, es lo que me interesa apuntar: lo de la repetición, lo del ciclo infinito del engaño, el abuso, la mordida, la corrupción y la impunidad.
Aunque igual sería mejor apuntar hacia aquel otro párrafo que Jorge Ibargüengoitia, transmutado en Oráculo de Guanajuato, escribió aquel mismo año, aunque un par de meses después:
“Entonces, quedamos en lo siguiente: yo te pregunto quién eres, tú me contestas ‘un prófugo de la Secretaría de Salubridad’, yo te pregunto qué opinas de la iniciativa privada, y tú me cuentas el chiste de los dos beisbolistas que están esperando su turno para batear, que es muy bueno. ¿De acuerdo?”.
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