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Columna
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Los faraones malditos

El mismo impulso que nos empuja a erigir y adorar ídolos acaba por desbocarse y nos arrastra a derribarlos. El más reciente ejemplo, las desaforadas reacciones ante la muerte de Maradona

Antonio Ortuño
Diego Armando Maradona, en un partido entre Gimnasia y Esgrima ante Estudiantes de La Plata en Argentina en 2019.
Diego Armando Maradona, en un partido entre Gimnasia y Esgrima ante Estudiantes de La Plata en Argentina en 2019.Demian Alday Estévez (EFE)

“No soy monedita de oro, pa’ caerle bien a todos”, dice la canción del compositor vernáculo Cuco Sánchez. En las simpatías humanas, queda claro, no existen unanimidades. Si se tienen ganas de buscarle las vueltas a la biografía, las ideas, las acciones o la mera existencia de alguien, quizá resulte que no hay una sola persona incuestionable en la Historia de la especie.

Y, aunque la hubiera, son multitud quienes están dispuestos a celebrar que a un santo le encuentren un expediente de deslices (o a una santa, una retahíla de fraudes inmobiliarios) con tal de no hacerle ninguna clase de reconocimiento o, peor aún, darse el gustazo de verlo humillado. Parece estar grabado en el tuétano de la naturaleza humana: el mismo impulso que nos empuja a erigir y adorar ídolos acaba por desbocarse y nos arrastra a derribarlos.

El más reciente ejemplo de esto ha sido las desaforadas reacciones ante la muerte de Diego Armando Maradona, que acaeció el pasado 25 de noviembre. La importancia de Maradona consiste en haber sido el mejor futbolista de todos los tiempos, o serlo, al menos, a los ojos de buena parte de los expertos y la afición mundiales. Por su zurda inclemente fue reconocido en todo el planeta y se convirtió en un símbolo para los argentinos y millones de personas más. No es exagerado decir que fue una estrella a la altura de contemporáneos suyos como Michael Jackson o la Princesa Diana de Gales, y hasta es probable que los haya rebasado y su culto acabe por ser más perdurable.

Pero muchos piensan que todo eso resulta secundario porque Maradona cargaba sobre sí varios estigmas: el de haber consumido drogas (no de las que mejoran el rendimiento deportivo, sino de las que lo destrozan, pero lo mismo les da a sus detractores), el de estar acusado de violencia y abusos, y el de dar bandazos políticos al por mayor (militó fervientemente en las causas de diversos dictadores tropicales). Todo ello, aderezado por el hecho de que Maradona era un bocón, convirtió su muerte no solo en un predecible el festival de elegías y lisonjas, sino en uno, paralelo, de minimizaciones, diatribas y reproches.

“Lo único que hizo fue drogarse y meter un gol con la mano”, declaraba en Twitter un iluminado. Se refería al que Maradona le marcó a Inglaterra con “la mano de Dios” en los cuartos de final del Mundial de México 86. Se le olvidó, claro, que después de esa trampa, hizo el mejor gol de todos los mundiales, conduciendo la pelota al arco rival y llevándose por el camino a cinco ingleses, portero incluido. ¿Pero para qué detenerse en detalles como ese si uno arde en deseos de mandar al infierno a un pecador?

“Habría que olvidarse de él para siempre”, declaraba otro tuitero. Curioso debate ético: hay millones interminables de tipos que han cometido los mismos yerros de Maradona, pero solo él alcanzó sus aciertos y por eso se le recuerda. ¿O puede sostenerse que Maradona debería ser recordado solamente por sus desvíos, como si se tratara de un criminal de guerra, un genocida o un desequilibrado de esa magnitud? Pero me parece que nadie (o solo los irónicos y los tontos) lo celebra por violento, abusivo o tramposo, sino por lo que hacía mejor, que era jugar al futbol.

Si nos esforzamos en reducir a los que destacan a una colección de sus tics, mañas y desaciertos, ¿No perderemos algo que sería mejor conservar? Si nos empeñamos en borrar a los genios hasta de la piedra eterna, como faraones malditos, con el motivo que sea, ¿Con qué nos quedamos? ¿Con tuiteros autoinvestidos de harta calidad moral?

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