Día de Muertos: la nueva relación de México con la muerte
La violencia sin relato que azota al país y la internacionalización de la iconografía mexicana han abierto una brecha en la mitología oficial
Desde hace más de un siglo, las representaciones mexicanas de la muerte han constituido un componente destacado, si no es que preponderante, de una cierta ideología nacional. Especialmente a partir de la fundación del régimen revolucionario, esta cierta idea de la muerte se convirtió en una parte esencial de la percepción de México en el extranjero y de la propia percepción de los mexicanos por sí mismos. La premisa fundamental de esta mitología ha sido la idea de la existencia una “relación especial” de los mexicanos con la muerte. Una cierta indiferencia frente al fin de la vida, una familiaridad entre trágica e irónica con el trance del fallecimiento, el trato humorístico con lo macabro, serían algunos de los elementos de esta particular fábula nacional.
Desde las ofrendas de los altares de muertos hasta las “calaveras” ilustradas por José Guadalupe Posada, y desde “La Catrina” del mural de Diego Rivera hasta el “pan de muerto” y los cráneos de caramelo, una exuberante galería de imágenes, texturas, sabores y sonidos han acompañado desde hace décadas a esta premisa fundamental, hasta el punto de identificarla con la médula de “lo mexicano”. Autores como Claudio Lomnitz y Roger Bartra han estudiado este proceso de “nacionalización de la muerte” en México, que se ha expresado tanto en la cultura popular como en las apropiaciones estatales de esa cultura. El efecto compuesto de este proceso a lo largo del siglo XX fue la creación de una “idea mexicana de la muerte” entronizada como mecanismo fundamental de una imagen oficial de México y lo mexicano.
En los años recientes, sin embargo, han tenido lugar dos fenómenos sustanciales que han abierto una brecha profunda entre esa mitología oficial y la realidad concreta de la muerte como experiencia colectiva para los mexicanos.
El primero de estos fenómenos ha sido la expansión masiva y sin precedentes, durante los tres últimos sexenios, del crimen y de la violencia –en especial, de la muerte violenta– en todo el territorio nacional. Esta ola irrefrenable de terror ha cobrado cientos de miles de víctimas mortales. En la percepción pública de la nación y, sobre todo, en la experiencia inmediata de millones de mexicanos, el significado de la muerte ha sido trastornado de tal manera por esta violencia que se han roto necesariamente muchos de los supuestos que daban sentido y legitimidad a las mitologías nacionales de lo lúgubre y lo mortuorio.
Es posible afirmar que, tras esta hecatombe de sufrimiento colectivo, la muerte en México ya no significa –ya no puede significar– lo mismo, porque la ideología de la “muerte mexicana”, con sus tintes festivos y mordaces, sencillamente ya no se corresponde con la realidad del horror cotidiano, inmediato o latente, en el que vive sumergida una mayoría de la población nacional, amenazada constantemente por la posibilidad de ser asesinada o desaparecida.
Una manifestación sorprendente de esta metamorfosis ha sido la transformación, por parte de muchos grupos del crimen organizado, de la muerte en un espectáculo, fenómeno estudiado, sobre todo en su vertiente feminicida, por la antropóloga Rita Segato. Esta espectacularización contemporánea del asesinato y la violencia funciona como un oscuro espejo en el que se reflejan, a manera de pesadilla, los propios lugares comunes de la cultura oficial de la muerte en México. Frente a estos horrores no hay hilaridad posible, ni siquiera una marcada por un sentido de la ironía. Por eso son quizás las obras de la artista mexicana Teresa Margolles, caracterizadas por reflejar la brutalidad de la violencia sin concesiones, las que dolorosamente representarían el más cercano equivalente para las circunstancias actuales de aquello que las litografías de Posada pudieron haber representado cien años atrás.
Y es que, a lo largo del siglo XX, la idea de la muerte mexicana cumplió una función particular dentro del entramado de la ideología oficial: la de ocultar, mediante un proceso de sublimación, el trauma colectivo real provocado por esa experiencia multitudinaria de muerte y violencia que fue la Revolución mexicana. La ideología mexicana de la muerte fue así de la mano de un silencio institucional respecto a las heridas del pasado reciente, convirtiéndose en componente esencial del relato legitimador de la violencia revolucionaria como violencia fundadora del Estado moderno y de la nación mexicana.
Si bien algo comenzó a cambiar en la percepción pública de este relato a partir de la masacre de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968, no fue sino hasta entrado el siglo XXI y llegada la actual crisis de la violencia que la ideología de la muerte mexicana comenzó a disolverse verdaderamente. Nuevas masacres, como la desaparición de 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa en 2014, terminaron, a fuerza de la impunidad y del horror, con cualquier vestigio de sentido o legitimidad de esa ideología.
Y en eso radica la tremenda diferencia entre la percepción histórica de la violencia revolucionaria y la del actual encuentro mexicano con la muerte: en carecer por completo de un relato legitimador que le otorgue alguna apariencia de sentido. Por sus incoherencias y contradicciones, el discurso de la “guerra contra las drogas” no ha podido ni podrá jamás ocupar ese lugar. Es la nuestra una violencia sin relato, una violencia desbordada, además, por experiencias inasimilables, como la de las decenas de miles desaparecidos (que hacen imposible el duelo como forma de integración) o la de los feminicidios (que proyectan la amenaza de la muerte violenta sobre un grupo mayoritario por el solo hecho de pertenecer a una condición de género).
El segundo fenómeno que ha abierto una brecha entre la realidad y la ideología de la muerte en México ha sido la apropiación de elementos centrales de su iconografía en el ámbito internacional. Así, de manera paralela a esa sombría mutación de la experiencia pública de la muerte para los mexicanos que ha conllevado la disolución de su mitología ha tenido lugar una suerte de “globalización” de esa misma mitología mediante la internacionalización de las imágenes mexicanas de la muerte. Este proceso ha tomado múltiples formas, desde el auge del “maquillaje de Catrina” entre jóvenes alrededor del mundo hasta la transformación de la festividad del Día de Muertos en objeto de la industria global del entretenimiento.
Aquí es necesario reparar en un hecho fundamental: la internacionalización de la muerte mexicana no hubiera sido posible sin la mediación de los Estados Unidos, cuya cultura popular ha sido la plataforma de su proyección mundial. Los efectos de esta mediación han sido tan poderosos que la celebración mexicana de la muerte entre los mismos mexicanos comienza a asemejarse cada vez más a su interpretación norteamericana. Así, aun la manera en que los mexicanos imaginan su propia particularidad característica ha comenzado, en cierto sentido, a formar parte de esa otra propensión tan mexicana que es la tendencia a la “americanización”.
¿Se podría ver en esa “americanización” de la muerte mexicana un reflejo de la realidad contemporánea del país como socio por más de un cuarto de siglo del TLCAN (ahora T-MEC), es decir, como expresión de su realidad como un país, en el fondo, más norteamericano que latinoamericano? ¿O podría verse acaso, también, como parte de ese proceso histórico más amplio –identificado por el historiador Miguel León-Portilla– consistente en la expansión de la civilización mesoamericana más allá de sus fronteras prehispánicas como un efecto no esperado de la migración mexicana hacia los Estados Unidos?
La violencia sin relato que ha azotado al país durante los últimos sexenios y la internacionalización de la iconografía mexicana de la muerte han puesto, por decirlo de alguna manera, el último clavo en el ataúd de la idea mexicana de la muerte. Así, una criminalidad monstruosa, indigerible por cualquier discurso, y la difusión de las imágenes tradicionales de lo mexicano en el equívoco torrente del esparcimiento global, han terminado por borrar cualquier huella de una “relación especial” entre lo nacional y la muerte. Era esta una “relación especial” que funcionó durante casi un siglo como un filtro, una suerte de máscara para evitar el encuentro inmediato con el trauma y la fatalidad. Desgastadas las formas de ese disfraz mental, a principios de la tercera década del presente siglo ha comenzado entonces una nueva era de la cultura nacional, una era en la que México y la muerte se han visto obligados a mirarse frente a frente, sin la mediación del espejo distorsionado de la ideología.
Humberto Beck es profesor e investigador del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México. Fue fundador y codirector editorial de Horizontal. Es autor de Otra modernidad es posible: el pensamiento de Iván Illich y co-editor de El futuro es hoy: ideas radicales para México. Su libro más reciente es The Moment of Rupture: Historical Consciousness in Interwar German Thought.
@humbertobeck
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