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Patricia Martínez, 39 años trabajando bajo tierra en Ciudad de México: “El metro es bendito”

Su colectivo, Leonas en Manada, ha logrado que por primera vez un juez evidencie la discriminación que sufren como ‘vagoneras’ y se abra la puerta a que la Secretaría del Trabajo las reconozca como trabajadoras no asalariadas

Beatriz Guillén

No en todas las líneas del metro de Ciudad de México hay que vender lo mismo. Las botanas van mejor en la línea A, que cruza hasta Chalco; los oficinistas de la línea 7 de Polanco prefieren las libretas, y los labiales y los enchinadores de pestañas se compran más en la 3, que llega hasta Universidad. Con los discos de música —cuando todavía se vendían—, Patricia Martínez lo tiene todavía más claro: la banda y las rancheras funcionan mejor en la 1 y Luis Miguel y las baladas en inglés en la 2. ¿Y los chicles? “Esos en todos lados, son universales”, se ríe. Martínez (Nezahualcóyotl, Estado de México, 55 años) lleva casi cuatro décadas trabajando bajo tierra. Vagonera, mapa caminante, madre de dos hijos y vocera de la asociación Leonas en Manada, la lucha de esta mujer ha llevado a que por primera vez un juez federal evidencie la discriminación que sufren las vendedoras ambulantes del metro y que se abra la puerta a que la Secretaría del Trabajo las reconozca como trabajadoras no asalariadas. “Es algo triste, pero ni las autoridades ni la gente nos habían visto como seres humanos, sino como un estorbo”, cuenta desde Valladolid (Yucatán), en el encuentro Constituyentes.

226 kilómetros de trazado, 195 estaciones y 3,2 millones de pasajeros al día: la vida de la capital sucede bajo los pies. “El metro es bendito”, resume Patricia Martínez: “Es un flujo de gente que no hay en ningún otro lugar“. Lo dice ella que ha dedicado 39 años a trabajar ahí; los últimos dos ya con un localito en la estación Jamaica, en la alcaldía Venustiano Carranza, pero el resto del tiempo caminando y vendiendo por los vagones. No hay un censo oficial, porque legalmente el Gobierno no los reconoce, pero Martínez calcula que hay unos 8.000 vagoneros. Para los de fuera explica muy rápido: “Vagonera es aquella persona que trae una mochilita en la espalda —o a un lado– y de ahí vende cacahuates, chicles, donitas para el cabello, pintura, labiales, desarmadores, bolitas para el estrés, pomadas para los golpes, plumas, libretas, discos. Lo que tú te puedas imaginar, lo encuentras en el vagón”.

El reglamento del Metro prohíbe el comercio ambulante. Así, la policía saca a las vendedoras esposadas de las estaciones, directas a un juzgado cívico. Ahí pagan una multa (que ahora está en 600 pesos, unos 32 dólares) o cumplen horas de encierro como sanción (estaban en 13 y las han subido a 20, Martínez cree que por el Mundial de Fútbol 2026, para “blanquear”: “No les gusta que nos veamos por ahí”). Pero como en tantas ocasiones, el papel dice una cosa y la realidad se empeña en otra. La mayoría de las vagoneras son mujeres que trabajan en el metro porque tienen hijos a su cuidado y nadie con quien dejarlos. “Yo no me desperté un día y dije ‘wow, quiero ser vagonera porque es el mejor empleo del mundo’. No fue así, yo tenía aspiraciones, pero no las pude cumplir”, apunta.

La espiral de la violencia

“Mi historia se repite entre todas mis compañeras, igual la de alguna es todavía más fuerte”, avisa. La suya: una familia disfuncional, un padre alcohólico y violento, que maltrataba a su esposa y a sus ocho hijos, mientras vivían todos en un solo cuarto en la colonia Loma Bonita, en Nezahualcóyotl. “Era una pobreza extrema. Cuando llovía no sabía si llovía más afuera o adentro de la casa”, señala Martínez y achina sus ojos rasgados: “Éramos esos niños que traían los cachetes todos partidos”. Tras una brutal paliza de su padre decidió marcharse. “Salgo de mi casa escapando de la violencia y me encuentro con una persona igual de violenta que mi padre, alcohólico, y que embarazada me seguía pegando”, recuerda. También de esa relación salió.

Tenía 16 años, un bebé y otro en camino. No tenía trabajo ni familia que la respaldara. Después de trabajar por tres dólares al día en una fábrica de tostadas, se unió a unos vecinos que ya vendían en el metro. Recuerda perfecto su primer día como “chalana”. Se equivocó de dirección de la línea 2 —la que sería ya suya para las décadas— y otro grupo de vendedores le quitó toda la mercancía. “Ahí tienes que respetar, cada líder tiene su espacio y sus estaciones”. Ya no lo volvió a olvidar. Los caciques que controlan el comercio dentro del metro imponían reglas y cuotas de las que también terminó cansada. “Siempre fui una mujer rebelde”, dice como explicación.

Vendió embarazada y con su hijo en brazos: “¿En qué otro trabajo me hubieran aceptado así?“. Pero este comercio en el metro le permitió criar a sus hijos, alquilar un cuartito y salir adelante. Durante décadas eso fue casi todo. “Hasta que llegaron las feministas”, dice. En la pandemia, ellas instalaron mantas de venta en Taxqueña, como protesta económica. “Las feministas nos dieron clases intensivas sin ellas ni siquiera saberlo. Nos ayudaron, nos abrieron la visión, porque se apoderaron del espacio y se organizaron. Fuimos aprendiendo de cómo se organizaban ellas, sus palabras: la sororidad, el acuerpamiento... Nosotras como vagoneras no conocíamos esos términos. Luego fuimos a acuerpar muchas luchas”, recuerda Martínez.

Ella y un puñado de vendedoras decidieron empezar su organización: “De puras mujeres, si los hombres quieren una organización, la pueden crear ellos”. Así nació en 2021 Leonas en Manada, que creció rapidísimo hasta los 120 integrantes tres meses después; su máximo llegó a 150 vagoneras. Ellas se colocaron con sus mantitas durante casi dos años en Taxqueña, General Anaya y Villa de Cortés, hasta que las sacó de nuevo la policía. Pero ahí la semilla ya estaba plantada. Gracias a la red Wiego, que apoya el movimiento de trabajadoras en empleo informal, y a Práctica, consiguieron 10 locales en el metro Jamaica y financiación para una parte clave en la organización: pagar a una abogada.

“¿Y qué vas a hacer? ¿Traer a tu abogada?"

Los policías y los jueces cívicos, acostumbrados a décadas de persecución contra mujeres pobres, solían burlarse cuando ellas pedían defensa: “¿Y qué vas a hacer? ¿Traer a tu abogada?“. Ahora, eso es exactamente lo que hacen Leonas en Manada. Los primeros meses de trabajo de Ana Paola Bolaños se centraron en la atención directa en las detenciones. “Las sancionan por dos infracciones: cambiar el uso del espacio público sin autorización y obstruir el libre tránsito. Ambas son bastante arbitrarias, porque en el metro hay comercio y ocurren mil actividades que cambian el uso del espacio público y que no son consideradas una infracción y porque nadie se para en la puerta a impedir el paso. Entonces, la defensa consiste en argumentar que el comercio en sí mismo no configura ninguna de esas infracciones y que, por lo tanto, no tendrían que ser sancionadas, sino que tiene que ver mucho más con la criminalización”, explica: “Y hemos tenido un margen de éxito bastante amplio”.

De enero a junio de este año, Ana Paola Bolaños atendió casos en los juzgados todas las semanas. Algunos meses detuvieron hasta una vagonera a diario. En todo este tiempo solo tres vendedoras han tenido que pagar una multa. “Hay muchísimas fallas al debido proceso. Solamente las pueden detener policías mujeres y las arrestan también hombres; hay uso excesivo de la fuerza; las boletas de remisión tienen cosas falsas; las detienen sin vender... Hay mil huequitos por los que tienen que liberarlas”, explica la abogada.

Ahora han reorientado la estrategia hacia los litigios estratégicos. En Ciudad de México existe la figura de trabajo no asalariado, todos los que sí trabajan pero no tienen una relación obrero-patronal sacan unas licencias para trabajar en el espacio público sin ser detenidos: mariachis, vendedores de periódicos y lotería, voleadores, mecanógrafos... Ese listado de la Secretaría del Trabajo, que lleva desde 1975 sin actualizarse, incluye una categoría final: “Asimismo, los individuos que desarrollen cualquier actividad similar a las anteriores se someterán al presente ordenamiento”. “Ese fraseo es el que utilizamos, porque nosotras creemos que las vagoneras realizan un trabajo idéntico”, resume Bolaños.

Lo histórico

Con base en esto solicitaron las licencias a la Secretaría de Trabajo de Ciudad de México, pero Metro se las negó por “cuestiones de seguridad”. “Por ser un auto de autoridad, las leonas se amparan con tres argumentos muy sencillos: se está violando el derecho el trabajo; se las está discriminando, porque en el metro sí hay comercio regulado como músicos o limpiadores de zapatos y esa prohibición se aplica solo a las vagoneras, que son las personas más vulnerables que existen en ese ecosistema; y porque se viola el derecho al mínimo vital, porque no es un trabajo que produzca lucro, solamente están subsistiendo”, desarrolla la abogada.

La sorpresa llegó este 2 de octubre, cuando la sentencia les dio la razón. “Lo histórico es que un juez federal por primera vez reconoce que las vagoneras pertenecen a una población en discriminación estructural, que son vulnerables de una forma tan profunda que en realidad no tienen otro modo de subsistencia. Reconoce que la aplicación estricta de una norma solamente las está discriminando y eso viola el principio de igualdad”, explica Bolaños. El fallo en esta primera instancia obliga a Metro y a la Secretaría del Trabajo a emitir nuevas resoluciones teniendo en cuenta estos argumentos. Ambas dependencias han apelado. “Todavía nos faltan varias batallas. El objetivo máximo es conseguir una política pública que reconozca su trabajo, cambiar la ley de trabajo para que sean reconocidas como trabajadoras no asalariadas”, concluye la abogada. Desde 2016, el Congreso de Ciudad de México tiene la obligación de cambiar esta ley. Sigue sin hacerlo.

Mientras, ellas siguen trabajando. Patricia Martínez tiene claro el sueño: “Veo un metro donde podamos entrar todos. Yo le he propuesto al Gobierno que hagamos un plan piloto, que nos uniformemos, traigamos gafetes, llevemos siempre en la mochilita un kit de primeros auxilios y ser ese prototipo de mapa caminante, pero aceptado por las autoridades. Podemos no trabajar en horas pico para no estorbar al usuario, que ellos nos digan qué horas del día sí podemos, y también pagar impuestos, en lugar de las multas que nos cobran. Que nos den esa oportunidad y ver cómo funciona, ¿no?“.

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Sobre la firma

Beatriz Guillén
Reportera de EL PAÍS en México. Cubre temas sociales, con especial atención en derechos humanos, justicia, migración y violencia contra las mujeres. Graduada en Periodismo por la Universidad de Valencia y Máster de Periodismo en EL PAÍS.
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