Sergio González, restaurador del Museo de Antropología: “Cuando era niño restauré un hueso de mamut con resistol… Fue mi primera experiencia”
Experto en cirugías de grandes piedras del pasado, González acaba de cumplir 20 años en el gran museo de México. Su último trabajo ha sido revivir una máscara de cadera con forma de cocodrilo
Los días entre semana, el Museo Nacional de Antropología, en Ciudad de México, parece el despacho de un gigante ausente, todo tan grande, tan vacío y solemne. Haces de luz naranja caen del techo, para gusto de curadores, restauradores y antropólogos. Los turistas sienten la gravedad y transitan medio asustados, confundidos, como si los viejos dioses que ven representados en piedras antiquísimas, en las vitrinas, pudieran llamarles a cabildo en cualquier momento, con sus pantalones cortos y sus gorras y sus frentes quemadas por el sol, de la visita de días previos a las pirámides de Teotihuacán.
En medio de esa gravedad troquelada, en el silencio divino de la sala maya, aparece un hombre mediano y confiado. Viste una bata blanca con bolsas en el frente, en las que esconde las manos cuando no habla. Usa lentes de montura gruesa y una sonrisa como luz de invierno, suave, bondadosa. La cita es frente a la fachada del Templo de Placeres, una de las piezas estrella de la sala, un friso de piedra de varias toneladas, que domina uno de los extremos del espacio. El hombre, Sergio González, mira la piedra. Pregunta a los demás si ya vieron los ojos de las figuras. “Fue especial cuando encontramos los ojos”, susurra.
González (Ciudad de México, 56 años) es uno de los siete restauradores de planta del museo. Se ha especializado en rehabilitar piezas grandes, como el friso de Placeres, o el gran Tláloc de Coatlinchan, un gigantesco monolito que el Gobierno trasladó, hace 60 años, desde un cerro a decenas de kilómetros de aquí, usando camiones gigantes, provocando pavor a su paso, un dios mexica, el dios de la fertilidad y la lluvia, arrancado de una ladera llena de nopales. Fue todo un acontecimiento en la época y lo del miedo es verdad. Pero esa es otra historia.
El restaurador, que acaba de cumplir 20 años en el museo, ha cambiado de registro con el tiempo. Ya no son solo grandes piedras, también labora en piezas menores, incluso de madera, como una hermosa máscara de cadera, con forma de cocodrilo, visitable en las salas de etnografía, en la solitaria parte de arriba del centro. “Se pone en la cintura, para bailar, tiene un cascabel en la cola y articulación en todos sus segmentos. Estaba medio deshecha cuando la compramos, rota en pedacitos”, dice. Ahora luce hermosa, en su expositor. “Parece medio dragón, ¿no?”, dice el restaurador.
Arreglar es un verbo tan natural para González como respirar o dormir. Empezó a venir al museo cuando era un niño. Su abuelo, historiador aficionado, organizaba grupos y los llevaba de visita. Cada vez seleccionaba un puñado de piezas distintas y las explicaba. El futuro restaurador le acompañaba y escuchaba. Dedicarse de alguna forma a todo aquello, años más tarde, fue tan inevitable como crecer, hacerse mayor.
Pregunta. Entonces, ¿usted estudió restauración?
Respuesta. Es algo familiar. Mis abuelos reparaban las cosas para que siguieran funcionando, electrodomésticos, tazas, todo. En la casa teníamos un hueso petrificado de mamut que mi papá trajo de algún lado. Un día que estaban haciendo la limpieza se rompió y guardaron los pedacitos en un cajón. Yo era pequeño y me los encontré y lo que quise fue armarlo otra vez. Con el resistol… Fue mi primera experiencia de restauración, ja ja. Tenía como 10 años.
P. ¿Qué fue del hueso?
R. Todavía lo guardo en mi casa. Está como la restauré.
P. Como testigo de sus inicios.
R. ¡Exacto! Mis papás se admiraron porque se había hecho cachitos muy chiquitos y yo conseguí devolverle esa unidad estética, aunque no tenga uso, pero como objeto se entiende. No sé qué tipo de hueso es, la verdad, pero voy a investigar, me encanta ese hueso. Ahora lo tengo en una vitrina de objetos y recuerdos familiares.
P. Un fetiche, como Bruce Chatwin y la piel del brontosauro en casa de su abuela.
R. ¡Ah, sí! O los museos antiguos, los gabinetes de curiosidades de los científicos, que tenían ahí flores exóticas y colecciones de insectos y piecitas antiguas, todo con una estética muy decimonónica, de querer tener todo en un escritorio. En mi vitrina, los recuerdos son normales, sobre todo miniaturas, de mis abuelitas. Yo he seguido con la colección y sí, se va haciendo grande. A la gente le gusta, sobre todo el hueso.
P. Pero, ¿de dónde lo sacó su papá?
R. Es que en esa época, en tierras de arado, encontraban a cada rato vestigios de todo, de piezas prehispánicas, huesos de mamut… Era muy común en tierras de cultivo, donde no tenían un registro arqueológico. El de mi papá viene del Estado de Hidalgo, pero no tengo muy bien la historia.
P. Ahora que estamos frente al friso de Placeres, ustedes redescubrieron su color original, tantos años después… Se me hace lindo.
R. Es una pieza que tiene una historia muy particular. Proviene de un rescate, se recuperó de un robo. Se encontraba en Estados Unidos, en el Met y se rescató. [La historia del friso merece una pieza aparte. Saqueadores liderados por un traficante de orquídeas lo arrancaron con serruchos de su pirámide, en la península de Yucatán. La partieron en 48 piezas y la volaron a Estados Unidos, con la intención de vendérselo al Metropolitan Museum, por 400.000 dólares de la época. Por suerte, el museo se negó y avisó a las autoridades mexicanas].
P. Hay algo que no entiendo. El friso vuelve a México, partido en 48 piezas, en 1968 o 1969. Pero apenas lo restauraron hasta hace dos años. ¿Por qué?
R. Sí, ahí fue cuando encontramos los ojos. Es que a ver… Cuando volvió fue parcialmente restaurada. El que lo hizo tomó los 48 cuadros y los rearmó, pero nunca pudo limpiarla. Los ladrones le habían aplicado un polímero encima para poder cortarla sin que se destruyera. Y ese polímero cubría los rostros, los colores originales, el delineado oscuro de las figuras… Era de un color rosa polvoso, como una pasta sucia. Entonces cuando empezamos a limpiar, vimos las pupilas, el delineado de los dedos, también en los ojos, y fue lo que nos animó a presentar un proyecto más integral.
P. Y ese proyecto integral, ¿por dónde empezó?
R. Empezamos por la mano de la derecha. Y cuando vimos que tenía las uñas blancas y las rayitas de los nudillos, empezamos a buscar más detalles. Porque además ni siquiera estaba claro qué era original y qué reposición. Pero cuando vimos lo de los ojos, fue especial. Pocas veces estas piezas conservan pupilas y rostros. A veces, con las guerras mayas, eran destruidos. Y en esa época sabemos que se borraban rostros en las estelas por cambios de gobernantes, conquistas, etcétera. Así que, encontrar un caso donde los rostros y las pupilas estaban completas fue muy especial.
P. Los colores interpelan.
R. Y la mirada. Esas figuras miran al observador. Era un friso que se encontraba en la parte alta de un templo, pero los personajes miran a los espectadores. En la restauración, después de un proceso largo de limpieza, teníamos que poner punto final. Y ese punto nos lo dio la mirada de los personajes representados. Otra idea también fue dejar la marca de la vejez de la piedra, que tiene huellas de enterramiento, de maltrato natural. Antes las restauraciones querían dejar las cosas como nuevas, pero nosotros pretendimos, basándonos en las fotos de los mismos saqueadores, repetir la escena de como estaba cuando la robaron. Eso fue lo que quisimos reproducir.
(González camina hacia el Huehetéotl, un dios antiguo, panzón, hallado en Veracruz hace 80 años. Es una muestra de su trabajo más reciente, cuando dejó las grandes piedras y empezó a reflexionar sobre la sutileza de las grietas viejas).
P. El otro día, el director del museo decía que usted logró quitar 30 kilos de varilla y cemento a esta pieza. ¿Es así, literal?
R. Sí, fíjate. Es bien interesante, porque la restauraron en los años 40 con los materiales que tenían, yeso, cemento y varillas. El problema es que luego le iban añadiendo capas y capas. Todos esos materiales te iban contando la historia de la pieza. Lo íbamos desarmando y encontrábamos mallas metálicas, resinas antiguas, pedazos de madera, cerámicas de otras piezas que usaron para completar esta…
P. La cabeza está perfecta, en el resto veo las grietas viejas de la cerámica.
R. Sí, la cabeza está intacta. La figura estaba rota. En la panza tenía los restos de un infante. De hecho, al principio, no encontraron la cabeza los arqueólogos, y como solo vieron el vientre, con el infante dentro, pensaron que era una figura de mujer embarazada. La cabeza estaba a 10 metros, en otro enterramiento. Y el brasero pensaban que en realidad era un trono. Se tardaron varios años en entender que eso no era un trono, que la cabeza pertenecía aquí… Y mientras tanto rellenaban de cemento. Rellenaron el brasero y rellenaron el cuerpo, para que aguantara el brasero. Pesaba más de 84 kilos.
P. ¿Por qué había restos de un infante en la panza del viejo?
R. Que yo sepa no hubo seguimiento sobre esta pieza. Se relaciona con un sacrificio, podría ser un sacrifico para la fertilidad… Es raro encontrar en Veracruz representaciones de este dios, tan antiguo, más antiguo que Tláloc, Quetzalcoatl, es el dios fuego, relacionado con el volcán Xitle (que hizo erupción en lo que ahora es el sur de Ciudad de México hace 2.000 años). Puede ser que sea un sacrificio o una urna de enterramiento. Y seguramente en la parte de arriba tenía fuego, humo. Es mucho lo que hay que investigar.
P. En el informe que hicieron durante la restauración, vi que le habían hecho hasta radiografías a las piernas. Parecían las patitas de un viejito.
R. ¡Ah, sí! Sí, sí, porque necesitábamos ver cómo estaba por dentro, para ver si lo desarmábamos, cómo lo íbamos a hacer... Originalmente, usaron pedacitos de barras metálicas, pero al final se vencieron y rompieron. Ahora hicimos una sola estructura interna, metálica, que le da soporte a los brazos. Y las piernas también están elevadas, flotando, como flor de loto.
P. Su trabajo parece más ortopedia que arqueología.
R. Sí, ja, ja, recuerdo que yo tenía que ponerme en su posicion del dios, buscando…
P. Como si estuviera haciendo yoga.
R. Ajá, encontrar el amocodo en las piernas… Porque además somos más o menos del tamaño, él más panzón, ja, ja. Y sí, descubrimos también que tenía huellas de [complementos] faltantes, que estaban cubiertos por las restauraciones anteriores. Habían tapado las huellas de que había un collar, una pulsera, un taparrabos. En ese afán de tapar daños, habían tapado esas huellas. En fin, se trataba de dejarla bien, de acuerdo a sus huellas naturales… Lo padre de la restauración es que se basa en datos duros.
P. El director decía también que usted “es un restaurador que no miente”. ¿Qué cree que quería decir?
R. Pues… pienso que… Espera, ven, vamos a ver un jaguar que restauramos. Pienso que se refiere a que la restauración se ha teorizado mucho, se ha convertido en una disciplina científica, de análisis, y ha dejado un poco de lado la intervención manual. Ahora la restauración habla mucho e interviene poco. Y pienso que hablar con las piezas es como hablar con la verdad.
(Aparece el jaguar en una esquina, un hermoso felino de la vieja ciudad zapoteca de Monte Albán, en Oaxaca. González la mira. Y dice. “Parecía pieza de feria, de esas que te ganas en el tiro al blanco, nuevecitas, de barro, ya era falsa totalmente, sus colores… Es que los restauradores a veces no se atreven a decir, ‘vamos al origen’... Es por miedo a la crítica, a que no quede bien).
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