Las víctimas de la matanza de Camargo buscan justicia más de dos años después
Este lunes empieza el juicio por la masacre de 19 personas, la mayoría migrantes, a manos de policías en México. En la sierra guatemalteca de la que venían muchos, sus familias siguen llenas de dudas
El niño tiene cuatro años y repite lo que dice su madre, como un loro, jaleado por ella y sus tías. “¡Justicia, justicia!”, grita el pequeño, que se llama como su padre, Adán Coronado. No sabe lo que dice, claro, pero provoca un efecto en las mujeres, sobre todo en la madre, Leticia Morales, que pasa de la risa al llanto varias veces en cuestión de minutos. Tiene una duda, Morales, una duda que atraviesa su garganta y tarda en salir, pero que cuando lo hace, se convierte en cascada: “¿Y él estaba vivo cuando lo quemaron?”.
La mujer escucha que no, que ya había muerto. Llora. Llora de alivio, o una mezcla de alivio y algo más. Se ríe. La mayor parte de los detalles que le han llegado sobre la muerte de su esposo son chismes de redes sociales. En la trastienda de la ferretería donde transcurre la charla, Morales y sus hermanas hablan unas encima de las otras. Una de las hermanas dice varias veces que “Leti necesita ayuda psicológica”. Morales ríe, llora y levanta la voz. Se va más lejos en la trastienda del negocio familiar, vuelve y empieza a hablar. Como si no hubiera pasado nada. “¿Usted sabe cómo murió?”, dice.
Son todo dudas estos días en Comitancillo. Hace dos años y cuatro meses, este pequeño pueblo de las montañas del sur de Guatemala llegó a oídos de medio mundo, cuando se supo que más de una quincena de migrantes habían aparecido muertos, quemados, en una camioneta en el norte de México, a 1.500 de kilómetros de su casa. Al principio no se supo ni cuantos eran, por el estado en que encontraron los cuerpos. Luego se contaron 19. La mayoría, al menos 17, eran migrantes. Todos menos uno, que venía de El Salvador, habían salido de las montañas del sur de Guatemala. La mayoría, de Comitancillo. Los otros dos eran mexicanos, los supuestos coyotes, traficantes de personas.
Fue un gran escándalo, una masacre que remitía a las matanzas de migrantes de San Fernando, en 2010 y 2011. Aquellas, como esta, habían sucedido en la misma región, Tamaulipas, a un puñado de kilómetros de distancia. La nueva ocurría en una zona de ranchos medio deshabitada entre Camargo y Díaz Ordaz, cerca de la frontera. Por el precedente de San Fernando, muchos pensaron que había sido el crimen organizado, pero apenas 10 días después del hallazgo de los cuerpos, la Fiscalía de Tamaulipas anunció la detención de 12 policías estatales por lo ocurrido.
Pasados dos años, el caso llega finalmente a juicio. Al menos una parte, el proceso contra estos 12 policías, por asesinato y abuso de autoridad. Desde este lunes, los agentes enfrentarán la acusación de la Fiscalía de Tamaulipas, que en estos años ha acumulado decenas de pruebas, entre testimonios de vecinos, análisis de comunicaciones, bitácoras, informes criminológicos y peritajes de todo tipo. Para más adelante quedan las otras partes, una en Guatemala y la otra en México, contra la red de traficantes y cómplices estatales que condujeron a las víctimas a una trampa mortal.
En Comitancillo, las familias esperan con cierta ansiedad el juicio, que se celebra en Ciudad Victoria, la capital de Tamaulipas, y que llegará vía remota a las montañas de Guatemala. La espera es ansiosa por las dudas acumuladas todo este tiempo, por el destino de los policías. También hay nerviosismo. A muchos les toca volver a declarar, contar lo que saben del viaje de sus hijos, hijas, hermanos… Ya lo hicieron ante la Fiscalía, ahora deberán repetirlo ante el juez. Pero todo lo anterior no es nada comparado con la principal inquietud, compartida por todos: ¿por qué? ¿Por qué los mataron?
Otros indicios
En la casa que ayudó a construir a su hijo, en un caserío en media montaña, a media hora a pie de la cabecera de Comitancillo, Álvaro Miranda mira fijo a los visitantes. Salda las primeras preguntas con respuestas algo parcas. Luego dice: “Ya nos estamos olvidando, ya la pena nos está dejando vivir un poco”. Sobre una de las paredes de la casa —un cuarto de tres por seis, en realidad, hecho de ladrillos de adobe— cuelgan varias fotos de Ósmar, su hijo. Tenía 19 años cuando lo mataron.
“Lo único que quiero saber yo es por qué”, dice Miranda, un albañil robusto de 48 años. “Quiero saber si fue culpa de la persona que los llevaba”, dice, en referencia al coyote, “o fue una confusión de las autoridades mexicanas… Pero no se sabe, no se sabe”, contesta él mismo. Una vez, en la etapa del proceso previa al juicio, hace unos meses, Miranda compareció ante el juez y, desesperado, planteó la misma pregunta. No hubo respuesta.
El hombre comparte los pensamientos que le han atormentado estos años. Ósmar, explica, se comunicaba con ellos regularmente desde que salió de Comitancillo, a principios de enero de 2021. Les contaba peripecias y vivencias, les decía que se encontraba bien. Una vez estuvo un par de días sin llamarles y cuando lo hizo, les explicó que, estando en Chiapas, pasando la noche en una bodega, agentes de migración llegaron y les quitaron teléfonos y dinero. Los 1.500 quetzales que llevaba encima, unos 200 dólares.
El episodio no pasaría de ser una de tantas perradas que los migrantes sufren en el camino al norte. Pero para Miranda cobra sentido a la vista de lo que ocurrió después. Apenas había transcurrido un día y medio de la noticia del hallazgo de los cuerpos, cuando un hombre llamó a su teléfono. Se identificó como agente de migración, llamó a Miranda por su nombre y le dijo que Ósmar estaba encerrado en una instalación del Instituto Nacional de Migración. Para soltarlo, añadió, necesitaban 10.000 dólares.
Miranda nunca le creyó del todo, porque el otro nunca le pasó el teléfono a su hijo. Nunca hizo vídeos y se los mandó. Las noticias del hallazgo de los cuerpos y el silencio del muchacho alimentaban además su suspicacia. Y cuando familiares suyos, al otro lado del río Bravo, empezaron a llamar al extorsionador para exigirle información, este cortó la comunicación. El hombre se pregunta si lo que pasó en Chiapas, la posterior persecución y la masacre en Tamaulipas, y la llamada del extorsionador, están conectados. Si los venían siguiendo desde el sur de México.
Miranda expresó esta y otras dudas en una reunión que él y otros familiares de las víctimas sostuvieron el fin de semana pasado, en Comitancillo, con el equipo de abogados que les ha asesorado estos años, en México y Guatemala. La idea era prepararse para el juicio, que las familias entiendan el proceso. Muchos no acababan de entender de qué se trata todo esto. Miranda señalaba su extrañeza, por ejemplo, de que ahora no se juzgue todo, incluidas las posibles implicaciones de personal de migración en lo sucedido.
No es solo por las llamadas del extorsionador. Hay más indicios que vinculan a agentes del Instituto Nacional de Migración con la masacre. Hasta donde se sabe, uno de los dos vehículos que aparecieron quemados, con los cuerpos, había sido decomisado el mes anterior en una redada de la dependencia en Nuevo León. La pregunta, claro, es cómo llegó el carro a manos de los presuntos coyotes que conducían a los migrantes a la frontera con Estados Unidos.
Los coyotes
Entre los jóvenes asesinados que salieron de Comitancillo estaba Adán Coronado Marroquín, que cuando murió contaba 31 años. Según documentos que constan en el expediente del caso, al que ha tenido acceso EL PAÍS, Coronado murió de los balazos que recibió en la cabeza, el tórax y el abdomen. Cuando las llamas empezaron a consumir su cuerpo, Coronado ya no vivía. Según los informes de necropsia de los finados, todos habían muerto cuando empezó el fuego.
El papel de Coronado en el viaje al norte es uno de los elementos más misteriosos del caso. El año pasado, en una macrorredada organizada en Comitancillo, la Fiscalía de Guatemala detuvo a 10 personas, entre ellas David Coronado, el padre de Adán, por tráfico ilegal de personas, entre otros delitos. Los fiscales iban también por el tío de Adán, Ramiro Coronado, que además había sido alcalde de Comitancillo. Él y cuatro más lograron huir y el caso sigue en proceso.
Las sospechas sobre los Coronado y su papel de coyotes nacieron temprano. En un reportaje que publicó este diario semanas después de la masacre, las familias de los migrantes asesinados señalaban a David Coronado como una de las personas que los llamó para decirle que algo había salido mal en el norte. Álvaro Miranda decía hace unos días en Comitancillo que su hijo mayor, el hermano de Ósmar, se había ido un mes antes con los Coronado sin mayores problemas.
La duda es, por tanto, qué papel jugaba Adán Coronado en el trayecto. Desde las montañas de Guatemala, su esposa, Leticia Morales, niega cualquier implicación. Su esposo no había sido los ojos de su padre en el camino. “Él se fue porque tenía el sueño de invertir en el negocio”, defiende, refiriéndose a la ferretería. La mujer cambia de tema y apunta a los atacantes finales. “Estos policías no tuvieron corazón. Tienen que pagar. Él no mataba a nadie, nada de narcos, no hacía nada”, dice. Otra hermana interviene. “Mucha gente migrante pasaba por allá. ¿Por qué les hicieron eso solo a ellos?”.
Lo cierto es que no es solo a ellos. Los ataques contra los migrantes en México son comunes. La suerte es que muchas veces sobreviven. Como ejemplo, el secuestro hace una semana de 49 migrantes en San Luis Potosí, parte de una ruta igual o similar a la que siguieron los de Comitancillo en enero de 2021, según el análisis del teléfono de uno de los dos supuestos coyotes mexicanos, Daniel Pérez, informe que aparece en el expediente. En esta última ocasión, las autoridades rescataron a los migrantes. En otras no ha sido así.
Los vecinos
Todas las dudas sobre la red de coyotaje apuntan finalmente al motivo del brutal ataque de los policías. Si el camino que siguieron los migrantes en enero de 2021 era habitual, ¿qué salió mal esta vez? Varias declaraciones que aparecen en el expediente, recogidas por la Fiscalía de Tamaulipas en las primeras semanas después del ataque, arrojan algo de luz sobre lo ocurrido.
El 15 de febrero de 2021, un ciudadano guatemalteco compareció ante la representación de la Fiscalía General de la República mexicana en Ciudad de Guatemala. El hombre, que había vivido en México durante años, explicaba que en 2010 había vuelto a su país para cuidar a su madre, que había caído enferma. En enero de 2021, decidió volver. Contactó a un coyote y se juntó a un grupo en la frontera con México.
El cruce fue sencillo y todo fue bien hasta que llegaron a San Luis Potosí. Allí, las cosas se complicaron. El hombre narra que llegaron a un pueblo, aún cerca de la frontera con Veracruz. Era la madrugada del 17 de enero. Los coyotes guatemaltecos que los llevaban se encontraron con otros tres, estos mexicanos. Él dice que empezaron a discutir por un tema de dinero. Quería que todos pagaran 1.500 dólares, además de los 30.000 quetzales -algo menos de 4.000 dólares- que ya habían pagado.
Según su relato, algunos pagaron y se fueron en dos coches. Otros, él entre ellos, se quedaron. La discusión seguía y el hombre y otros cuatro salieron corriendo de allí, escondiéndose en el campo. Él logró llegar de vuelta a Guatemala. Al final de su declaración, dice que los coyotes mexicanos y los guatemaltecos discutían fuerte, porque los primeros criticaban que los segundos siempre les quieren “ver la cara de pendejos”. “Creo que entre ellos se mataron”, zanja.
Aunque no lo dice, el hombre sugiere que el grupo de Comitancillo podría haber estado a merced de los mismos grupos de coyotes, el guatemalteco y el mexicano, en los mismos días. Y que las diferencias entre ellos habrían provocado de alguna manera el ataque policial. No hay más testimonios en el expediente que señalen una posibilidad parecida.
Otras declaraciones interesantes son las de los vecinos del rancho que había justo al lado del lugar donde hallaron a los migrantes asesinados. Recogidas a finales de enero de 2021, son en total cinco. Varios de ellos señalan que camionetas de la policía estatal, algunas tipo pick up, y otras tipo tanqueta, del estilo que usan las unidades especiales, perseguían a dos camionetas civiles, una “blanca de caja”, y otra azul “ganadera”, como dice uno, “o de redilas”, como dice otro.
Los relatos no son todos iguales, pero sí dibujan una persecución de policías a civiles, en que los policías empiezan a disparar, sin que del otro lado se dispare un arma. Uno de los testigos asegura que le disparan a la camioneta de redilas, otro, que le disparan a la blanca. Su narración señala además que las primeras rondas de disparos ocurren durante la persecución. Aquí, más allá de que los relatos prueban disparos policiales, las narraciones interesan por la aparición en escena de una tercera camioneta, la azul ganadera, además de las dos que figuraron en la escena del crimen. ¿Qué fue de ella?
En todo caso, el tema de los disapros cobra importancia a la vista del informe de balística que elaboró la Fiscalía de Tamaulipas, en el que los peritos contaron 109 disparos en la camioneta donde aparecieron quemados los migrantes, una Chevrolet Silverado, además de los que impactaron sus cuerpos. En el informe, los especialistas señalaron que parte de los disparos que recibió la camioneta se hicieron en movimiento y parte, cuando estaba detenida. Los expertos también estudiaron la segunda camioneta calcinada en la escena del crimen, una Toyota Sequoia, que apareció prácticamente sin balazos.
La conclusión de los peritos dibuja un escenario en que los policías acusados habrían disparado durante y después de la persecución. Según la narrativa que ha armado la Fiscalía estos meses, los policías habrían disparado a los migrantes. Luego los habrían quemado. No se sabe si los migrantes iban o no en la misma camioneta donde encontraron sus cuerpos, si iban repartidos en las dos que encontraron quemadas, si participaron más vehículos que lograron escapar... La esperanza ahora es que todo lo que ocurrió entre medias salga a la luz, todo lo que dibuje un motivo. En Comitancillo, la única esperanza es esa.
“Yo quiero saber”
En la tarde lluviosa de la sierra guatemalteca, en el caserio La Flor, Elida Tomás, de 30 años, sale de una pequeña vivienda echa de barro, forrada de plástico por dentro. ¿Es por las goteras? “No”, contesta, “es por el frío”. En la noche, junto al río, Comitancillo puede convertirse en un lugar helado. Tomás es hermana de Marvin Tomás, de 22 años, uno de los muchachos que apareció asesinado en Camargo.
Las autoridades encontraron su cuerpo apilado con otros 14, en la batea de la Silverado. El suyo estaba del lado derecho de la caja, con la cabeza apoyada en la pared lateral del vehículo. Por el grado de quemaduras que sufrió su cuerpo, los peritos fueron incapaces de determinar la causa de la muerte. Solo saben que el fuego empezó cuando ya estaba muerto.
Aficionado al fútbol, Marvin jugaba en el equipo de Comitancillo, que disputaba el campeonato de la tercera división de Guatemala. Le conocían como El Zurdo. Se decidió a viajar al norte porque quería construir su propia casa y ganar dinero para costear una operación médica a su madre, que tenía una hernia y sufría de diabetes.
“Necesitamos saber cómo ocurrieron las cosas”, dice Elida, “No se cómo lo vamos a tomar después... ¿Fue una confusión o es que no pagaron?”, dice, aunque no aclara a quien. ¿A lo coyotes? ¿A quien fuera que los coyotes debían pagar para llegar hasta la frontera? La mujer cuenta resignada que la masacre no ha cambiado demasiado las cosas. De hecho, dice, la gente se va, igual o más que antes. Prueba de ello, como dicen también Miranda y otros familiares entrevistados estos días allí, es que los salarios en el campo y la construcción han subido. La mujer aguarda con impaciencia que el juicio empiece. “Voy a ir a verlas todas las audiencias”, dice.
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