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EE UU le hace el trabajo a la Justicia mexicana en el combate contra el narcotráfico

Durante casi dos décadas, se han sucedido las detenciones en suelo estadounidense y los Gobiernos mexicanos de todos los colores han emprendido una decidida política de extradiciones de grandes capos

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, participa hoy durante su conferencia de prensa matutina en Palacio Nacional
López Obrador habla sobre el resultado del juicio de García Luna durante su conferencia de prensa de este miércoles, en Ciudad de México.José Méndez (EFE)

El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, acostumbra a parafrasear la famosa cita —”Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”— acuñada por el general Porfirio Díaz para sintetizar la espinosa relación con el vecino del norte, invasión incluida, durante el siglo XIX. López Obrador la utiliza ahora con un ligero cambio —“Bendito México, tan cerca de Dios y no tan lejos de Estados Unidos”— y una intención muy distinta, demostrar sintonía y lanzar puentes con la Administración de Joe Biden. Aunque en los últimos años a la cita reformulada por el presidente mexicano se le puede encontrar incluso un significado y recorrido mayor. Al menos si se atiende al papel decisivo de la Justicia estadounidense en el combate contra el crimen organizado.

La condena de este martes contra Genaro García Luna, declarado culpable de hasta cinco cargos en una corte de Nueva York, incluidos narcotráfico y delincuencia organizada, es el último episodio —y el de más envergadura al tratarse de un exsecretario de Seguridad Pública— dentro de una larga serie de actuaciones judiciales al norte del río Bravo. Unos golpes que empezaron, precisamente, con la llamada guerra contra el narco que inició en 2006 el propio Gobierno de Felipe Calderón, del que García Luna llegó a ser uno de sus hombres más poderosos.

Durante las últimas casi dos décadas, se han sucedido las detenciones en suelo estadounidense. Mientras que los Gobiernos mexicanos de todos los colores han emprendido una decidida política de extradiciones de grandes capos. Solo durante el mandato de Calderón se extraditaron a 498 personas, duplicando las cifras de su antecesor, Vicente Fox. La figura de El Chapo Guzmán, juzgado y condenado a cadena perpetua también en Nueva York tras fugarse hasta en dos ocasiones de una cárcel de máxima seguridad en México, es el mayor símbolo de este particular trasvase de competencias entre vecinos. Igual que EE UU deslocaliza sus fábricas para buscar producir más barato en el sur, pareciera que la Justicia sigue la misma lógica, aunque en la dirección contraria: México externaliza sus tribunales al norte de la frontera en busca de unas garantías que no encuentra en casa.

Un juicio mexicano con reglas estadounidenses

Las asimetrías fueron evidentes desde el inicio del juicio a García Luna. Mientras la tormenta política se desataba en México, el interés por el caso en Estados Unidos era mínimo. Las crónicas periodísticas que hablaban del Mexico’s Top Cop, el superpolicía mexicano que se jugaba su destino en una corte de Nueva York, se difuminaron al cabo de unos días en el ciclo informativo del país más poderoso del mundo. Mientras que los medios en español recogían cada detalle de los testimonios que salpicaban y removían las más altas esferas políticas al sur de la frontera. Fue un juicio “mexicano”: por la nacionalidad del acusado y de los testigos clave, porque los delitos se cometieron primordialmente en México y porque tuvo sus pasajes más interesantes en español. Pero siempre estuvo claro que las reglas del juego eran de Estados Unidos y de su sistema de justicia.

El juicio más importante contra un exfuncionario mexicano se celebró en Estados Unidos y eso tuvo implicaciones profundas. Los debates interminables por la preponderancia de testimonios sobre las evidencias físicas y la apuesta del presidente Andrés Manuel López Obrador por capitalizar el resultado se quedaron a las puertas de la corte, así como muchos de los episodios más controvertidos en la carrera de García Luna. En cambio, el destino del exsecretario se puso en manos de un grupo de 12 ciudadanos con poco conocimiento de la guerra contra las drogas en el país latinoamericano y mucho menos de quién era el acusado. Los miembros del jurado no supieron de los escándalos por montajes, de la fortuna que todavía persigue el Gobierno mexicano o el inmenso poder que amasó el exfuncionario. Aun así, eso fue suficiente para comprobar los cinco delitos que pesaban contra él más allá de una duda razonable.

La defensa presentó cinco fotografías del acusado con figuras como el expresidente Barack Obama y los excandidatos presidenciales John McCain y Hillary Clinton. Los jurados, sin embargo, tampoco tuvieron conocimiento de la estrecha colaboración entre México y la Casa Blanca durante el Gobierno de Felipe Calderón. Mientras los testimonios provocaban oleadas de acusaciones contra autoridades y actores públicos de todos los niveles en México —expresidentes, gobernadores, miembros del Gabinete, jueces, policías, militares y periodistas—, no se mencionó nada sobre sus contrapartes estadounidenses. Tampoco se exigieron muchas explicaciones desde la prensa ni la sociedad civil de EE UU. El juicio logró escapar del huracán político en México, pero se pagaron costos muy altos para ello.

El proceso contra García Luna fue en México una suerte de examen a la polémica política de lucha contra las drogas del Gobierno de Calderón. Pero también el reflejo de las asimetrías que existen en la relación entre ambos países, de la incompatibilidad de sus prioridades y realidades, de lo que supuso un fallo histórico para un país y prácticamente inadvertido para el otro.

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