La desesperación avanza más rápido que el rescate en el pozo de Coahuila
La situación en la mina de Sabinas que se derrumbó sobre 10 mineros el miércoles es cada vez más acuciante: los familiares empiezan a perder la esperanza
Un terrible recordatorio impregna el paso de las horas en Coahuila: pasan las noches, los amaneceres, el día y 10 mineros permanecen sepultados en las entrañas de la mina de Las Conchas, en el pueblo de Sabinas. Los tres pozos sobre los que están erigidos castilletes de hierro concentran la rabia y la miseria de una región condenada a buscarse el futuro bajo tierra. El ambiente parece tranquilo, aunque todos saben que ahí dentro se está librando una batalla contra el tiempo y la estadística para salvar con vida a los obreros. El principal enemigo es el agua subterránea que los hombres encontraron cuando picaban en busca de carbón y provocó el desplome. Antes de que los equipos de salvamento puedan aventurarse en los túneles, el líquido tiene que salir.
Las horas avanzan y el sol, que parecía haber dado una tregua a primera hora a los rescatistas, empieza a castigar. La tensión se dispara a la vez que la temperatura: los parientes de los mineros se revuelven inquietos, protestan, ya no se fían de lo que le dicen las autoridades. Además, el Ejército ha ampliado el perímetro de seguridad —en algunas partes incluso ha colocado cercas con alambre de espino—y nadie puede acercarse a menos de 30 metros.
La sensación que se respira es de que algo decisivo está a punto de pasar, aunque no termina de suceder nada y la situación es casi idéntica a hace unas horas. La única excepción es que durante la noche se ha colocado una bomba más —han sido traídas 18—para extraer el agua, que sale a raudales por un canal abierto en el suelo y corre valle abajo. Los familiares, que no pueden hacer otra cosa que pensar y esperar, clavan cada poco los ojos en ese río manchado de carbón. En la velocidad y el tamaño del cauce van sus esperanzas de volver a verlos con vida.
El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ha sostenido que este sábado sería un día clave en la búsqueda: “Según los técnicos, se sabrá si hay posibilidad de que entren sin riesgo los buzos”. Sin embargo, en la mina nadie piensa que los submarinistas vayan a entrar: no se sabe bien en qué condiciones está el fondo del pozo y podría ser peligroso. Uno de los encargados de las bombas de drenaje, en condición de anonimato, ha explicado a EL PAÍS que es más probable que primero se vacíe el agua y después se internen los rescatistas, aunque según sus cálculos, eso no ocurriría hasta el domingo.
David Huerta, minero veterano, cree que con el aumento de agua que se está extrayendo existe la posibilidad de que las cuadrillas de salvamento puedan entrar entre esta noche y mañana por la mañana. “El tiempo nos va comiendo”, ha expresado el gobernador del Estado, Miguel Riquelme, que ha añadido que se va a comprar más equipo.
—Estamos noche y día esperando una respuesta: si están avanzando, si están vivos, pero ahorita ya es demasiado tarde. Son muchos días, ya esperamos que nomás saquen el cuerpo y que nos lo den.
La tía de Hugo y Raimundo Tijerina, que prefiere no dar su nombre, opina distinto al presidente. Como tantos otros familiares, lleva refugiada al sol de un arbusto desde el día del desplome, durmiendo en el suelo. Su sobrino Raimundo se salvó del derrumbe porque salió a buscar su almuerzo. Pero su hermano, Hugo, continúa en el interior del pozo, así que él lleva todo este tiempo participando en las labores de rescate. “Yo tengo esperanza de que salga bien porque él está casado y sus hijos están sufriendo, pero es demasiado tarde”, se resigna la mujer.
“Aquí ha habido muchos accidentes, pero pasan unas semanas y vuelven a seguir trabajando. Los niños necesitan dinero y se meten otra vez. Tienen que trabajar donde sea porque tienen una familia que mantener”, añade. Señala que no saben nada del patrón, que no se ha presentado ni ha dado la cara, y que a los familiares un encargado de la mina les está entregando papeles para que firmen, según ella, para librarse de la responsabilidad. “No tenían seguro, medidas de seguridad ni registro de quien entraba o salía de la mina. A costa del jodido se alimentan ellos”.
La mayoría de los familiares han pasado la noche rondando el perímetro de seguridad del Ejército, durmiendo sobre el polvo con solo una manta o en sillas de plástico. A algunos de los voluntarios, los que llevaban colaborando desde el principio, los mandaron a casa sobre las dos de la mañana para que descansaran, pero todos vuelven para seguir con la búsqueda.
Elba Hernández lleva cuatro jornadas frente a la entrada principal de la mina, desde el día del derrumbe que aprisionó a su yerno, Margarito Rodríguez (54 años), minero “desde que tuvo edad para trabajar”. A sus 71 años, a la mujer los pies se le han hinchado por pasar tres noches a la intemperie y cuatro días bajo el sol del desierto. “Estamos mal, no más que nos hacemos los fuertes para darle fuerza a mi hija, que está con los familiares más cercanos [dentro de la mina solo se permite a un pariente]. No nos vamos a ir hasta que no salgan”, sentencia.
Por encima de las conversaciones se escuchan los rugidos de las máquinas que taladran el suelo. También el canto de las chicharras que certifican que el calor va en aumento. En las caras el sudor se mezcla con el polvo. Elidio Castillo, ingeniero de la Minera del Norte, explica que se está realizando un registro geofísico en los campos aledaños a la mina para comprobar si pueden introducir más bombas y acelerar el drenaje, aunque el proceso es largo: tres horas de perforación solo para testear el terreno, seguidos de unas 40 horas hasta que el líquido empiece a salir: “Estamos aportando nuestro granito de arena, pero es complicado, está muy grande el volumen”.
Sobran las manos que quieren escarbar la tierra para sacar a los hombres con vida. Al otro lado del campamento, Isidro Cosme (45 años) mira fijamente hacia los castilletes. Minero de toda la vida e hijo de minero, conoce a todos los obreros sepultados. “Vengo por si hay manera de bajar a por mis compañeros. Siempre hemos trabajado juntos, pero ellos están ahorita aquí y yo estoy al otro lado del río, en un pozo igual que este”.
Cosme da una lección magistral sobre porque miles de hombres en Coahuila siguen jugándose la vida en los túneles: “Yo me arriesgo por mi familia, no voy a andar de mugroso secuestrando gente y robando; las maquiladoras no te pagan ni el rollo que gastas en el baño, no vives con ese dinero, no te alcanza”. Mientras habla se tapa la cara con la camisa, la muerde, mira hacia el suelo, y al final, se retira detrás de unos árboles con los ojos vidriosos. Cuando piensa que nadie le ve, se cuela por debajo del perímetro de seguridad y desaparece entre los voluntarios: tras sus compañeros.
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