Medio año de una epidemia que sobrepasó (también) a México
Seis meses después del primer caso detectado el 27 de febrero y con un posible respiro en el ritmo de contagios, la evaluación de daños causados va mucho más allá de las estimaciones que se marcó el Gobierno
No hace ni dos meses que el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López Gatell, se lanzó a estimar los fallecimientos que la covid iba a dejar en territorio mexicano: de 30.000 a 35.000 muertes, dijo a principios de junio. “Muy catastrófico” sería, según sus palabras, llegar a 60.000. Las cifras oficiales traspasaron este umbral a finales de la semana pasada, pero probablemente la realidad lo había alcanzado mucho antes: las estimaciones de la propia Secretaría de Salud por el método de exceso de muertes, que no depende de pruebas diagnósticas sino de una comparación de fallecimientos entre este año y anteriores, ya estaba en 70.000 a finales de junio.
No sabemos a ciencia cierta cuántas muertes ha producido (está produciendo, de hecho) el SARS-CoV-2 en México. La falta de tests se une a que aquella estimación de 70.000 no solo se ha quedado vieja, sino que también es incompleta (apenas comprende 20 de los 32 Estados de la Federación). La capital, sin embargo, sí proporciona datos comparables con otras regiones metropolitanas del mundo. La curva de exceso de muertes de Ciudad de México comparada con urbes de similar calibre dibuja una epidemia notablemente menos pronunciada, pero más sostenida.
En consecuencia, aunque nunca tuvo un pico como el de Guayaquil o Nueva York, la capital sí acumula un exceso de muertes por cabeza que puede compararse con el de ambas, nítidamente por encima de Madrid o Lombardía, epicentros de los primeros brotes europeos.
La capital lo ha sido en el país, y la estabilización de su curva de exceso de muertes permite intuir un cierto respiro. Lo mismo indica la curva de infecciones respiratorias agudas genéricas, sin distinguir si se trata o no de covid, que mantiene el sistema de vigilancia epidemiológica mexicano.
Ahora que la curva parece haber llegado a un punto de equilibrio y quizás de tímido retroceso de duración incierta, la pausa sirve para evaluar, haciendo peritaje de la manera en que el país ha enfrentado la pandemia.
Cuando anticipaba la llegada del virus, México se enfrentó a la misma elección que cualquier país del mundo: ¿debía tratar de suprimirse el contagio por completo, combinando cuarentenas muy estrictas con herramientas de rastreo epidemiológico? ¿O era más conveniente renunciar a dicha supresión, centrándose en la mitigación de los daños de la epidemia pero asumiendo como inevitable un cierto grado de contagio? A diferencia de otros países, las autoridades mexicanas nunca titubearon en su elección por la mitigación, un punto en el que tarde o temprano han terminado una mayoría de países de América Latina: sin capacidad para sostener cuarentenas tan profundas como las europeas por la incidencia de la pobreza, la informalidad y la ausencia de redes públicas de bienestar lo suficientemente sólidas, el contagio se ha propagado por todo el continente. Lo ha hecho, eso sí, a ritmos muy diferentes, y con importantes variaciones en los dos frentes principales de políticas contra el virus: los sistemas epidemiológicos, y los de cuidados para paliar las consecuencias del doble impacto económico y sanitario.
¿Dónde están los cortafuegos?
México no es un país carente de tradición ni capacidad epidemiológica. Al contrario: acumula décadas de experiencia y esfuerzos, particularmente tras protagonizar la última gran pandemia vírica a la que se enfrentó la humanidad: la gripe H1N1. Fue entonces cuando reforzó su sistema de vigilancia, basado entre otras herramientas en una red de puntos de atención de salud que funcionan como centinelas de epidemias: unidades monitoras de enfermedad respiratoria viral (USMER).
Pero el SARS-CoV-2 ha desbordado las redes de “pesca” de casos establecidas prácticamente en todos los países del mundo: ninguno de ellos estaba preparado para un virus de contagio tan rápido y con una proporción tan alta de asintomáticos (entre un tercio y la mitad del total de infecciones). Ahora bien: cabría suponer que aquellos que ya contaban con experiencia se pondrían a la tarea de ampliar capacidades de detección. La OMS marcó algunos objetivos al respecto desde el principio: por ejemplo, no tener más de un 5% o 10% de positivos sobre el total de pruebas diagnósticas realizadas en un país determinado. El objetivo es minimizar la cantidad de casos que pasan desapercibidos por la red. México, pese a sus condiciones de partida, multiplica casi por diez este ideal.
El empeoramiento ha sido constante desde abril: partiendo del mismo punto que Chile o Uruguay, ha terminado en una de las peores situaciones del continente. A este indicador se une el aparente retraso que existe en la confirmación de casos. En el punto álgido de la epidemia, principios de junio, una mayoría de las muertes confirmadas de covid no se actualizaban en la base de datos oficial (por demás, una de las más detalladas y completas del mundo) hasta el mismo día o después del fallecimiento. En estos casos, la media de retraso era de casi cinco días para los casos de marzo, abril y mayo.
Este tipo de retrasos dificultan muchísimo la labor epidemiológica, cuyo pilar principal no son las pruebas, sino el rastreo de contactos de cada caso confirmado o sospechoso. Un país como Uruguay está haciendo ahora mismo más de diez conexiones de media por cada infección detectada: seguimiento, petición de aislamiento individual y consiguiente prueba de diagnóstico para confirmar o descartar el contagio. En México no hay datos oficiales, pero además se le suma la dificultad de que una parte significativa de esta tarea (como también de la confirmación de muertes y causas de la misma) recae sobre los estados. El Gobierno federal ha adquirido el hábito de achacar los problemas de gestión de la epidemia a dichas entidades, pero más allá de la batalla política de culpas es indudable que las capacidades de partida son muy distintas.
Por ejemplo, podría considerarse que un lugar con una detección comparativamente mejor de casos tendría una proporción menor de pruebas conseguidas gracias a la red USMER: al fin y al cabo, esta es un mecanismo de alerta pasiva que se basa en las consultas médicas que llegan hasta cada centro de salud. Si no hay consulta, o si no hay síntomas, no hay sospecha. Sin ella, no hay prueba, ni seguimiento. Un porcentaje relativamente bajo de pruebas por USMER indicaría una actitud más proactiva de las autoridades. De la misma forma, un ratio menor de muertes sobre el total de casos apuntaría a una mejor detección de estos últimos, ya que la epidemiología entiende que es bastante más difícil que al sistema se le pase por alto un fallecimiento que una infección de consecuencias leves. Cuando se coloca a todas las entidades federativas en función de ambos ejes, la varianza en capacidades se hace evidente.
Es igualmente cierto que el Gobierno federal siempre ha sido plenamente consciente de estas limitaciones, así como de las inherentes a un sistema tipo centinela: al fin y al cabo, ni siquiera la presencia de USMER es la misma o representativa territorialmente en cada Estado (lo cual probablemente ayude a entender por qué hay zonas con pocas pruebas por USMER pero altos ratios de muertes por casos, como Baja California). Y fue el centro quien decidió que la modulación de la mitigación se iba a atar en parte a los datos producidos por este sistema: el ritmo de casos es uno de los factores que determina el cambio de color del “semáforo epidemiológico”, para que un estado determinado pueda o no reabrir. Pero, si como se observa con un mecanismo de comparación basado precisamente en el ratio entre muertes y casos detectados, el conjunto del país apenas ve un 4%-7% de la epidemia, ¿con qué seguridad se toman decisiones basadas en datos tan incompletos?
Cuidados insuficientes
Otro indicador fundamental tanto para el “semáforo epidemiológico” como para calibrar los propios efectos acumulados de la epidemia en México es el grado de ocupación hospitalaria. El Gobierno federal reporta datos al respecto cada día. Apenas un puñado de Estados ha llegado a niveles altos de ocupación de camas de cuidados intensivos destinadas para casos de covid, algo que contrasta con los números de muertes (confirmadas o sospechosas). Esta brecha se entiende mejor a la luz de los datos de cuidados: siempre según la base oficial de la Secretaría de Salud, la mayoría de muertes confirmadas por el virus no pasaron ni por UCI, ni por ningún tipo de intubación.
Cierto es que el país ha tratado de mejorar su sistema de cuidados, acudiendo primero al mercado internacional para adquirir sistemas de apoyo respiratorio, y después fabricando sus propios insumos. Pero, según una investigación reciente publicada por una alianza de medios auspiciada por el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística que compila contratos de adquisición de respiradores en nueve países latinoamericanos, México ha estado comprando más tarde y más caro que la media de las compras identificadas.
Es decir: cierto es que los datos oficiales, reportados religiosamente en cada rueda de prensa vespertina, no han indicado grandes desbordes de los sistemas de salud. Quizás una parte de esto se explique por las mentadas adquisiciones, pero estas se han producido en la banda alta del mercado regional, y siempre con una proporción altísima de personas afectadas por el virus hasta sus últimas consecuencias que, al parecer, nunca accedió a estos nuevos cuidados.
Mitigación, ¿para qué?
El objetivo explícito de mitigar en lugar de suprimir el virus siempre fue salvar la economía: bajo la óptica del Gobierno, convenía aguantar el contagio si a cambio se lograba contener el golpe económico. Las previsiones actuales, sin embargo, no son muy esperanzadoras. El Banco Mundial espera una caída del entorno del 7,5% del PIB para 2020. Más significativa es la variación en pobreza que estima la CEPAL: de un 42% a un 48% de pobres relativos, uno de los mayores aumentos del continente.
Parte de estos niveles se explican por la otra gran deficiencia en el sistema de cuidados mexicano: el apoyo al bienestar de los más vulnerables es un déficit estructural del país que el actual Gobierno no ha acabado de solventar, a la luz de estas cifras ni de una rápida comparativa regional: mientras países con Ejecutivos de colores tan diversos como Argentina, Colombia o Perú aprobaban ambiciosos sistemas de transferencia monetaria para aliviar el daño que tanto el virus como las medidas para controlarlo iban a producir en las capas más expuestas de su población, México se confiaba a su red existente.
Es muy posible que renunciar a suprimir el virus fuera inevitable, y que por tanto la decisión del Gobierno mexicano estuviera anticipadando correctamente el futuro de sus correlatos regionales: ni Perú, ni Colombia, ni tan siquiera Argentina (más rica y menos desigual) están logrando eliminar el contagio dentro de sus fronteras. La pregunta que resta a la luz de estos datos es por qué el trabajo para cimentar la mitigación con cortafuegos epidemiológicos y mecanismos de cuidado más allá de la salud no se aprovecharon de esa intuición ventajosa.
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