Por favor, dejen en paz a los clásicos de la literatura infantil
Con la búsqueda del elogio, la venta fácil y de la uniformidad de pensamiento, pierde la literatura, pero también la infancia. Porque los niños y niñas de hoy se ven alejados de los relatos tradicionales
Una Caperucita sin miedo y con conciencia ecológica, Hänsel y Gretel sin abandono paterno y sin bruja (¿también sin azúcar?), Ratoncitas Pérez, Reinas Magas, una Blancanieves independiente que comparte piso con mineros y otra que “ayuda” a los enanitos en las tareas del hogar, Principesas (¿De Antoine de Saint-Exupéry?)… Los estantes de muchas librerías infantiles españolas se han llenado en los últimos años de títulos y colecciones que no escatiman esfuerzos en revisar los grandes clásicos de la literatura infantil para hacerlos más acordes a los ideales de nuestro tiempo. Clásicos pasados por el filtro buenista, blanqueados, despojados de toda la riqueza y de todos los matices de los originales para servir a la moral predominante.
Es difícil -casi imposible- no caer en esta fiebre revisionista vestida de justa (sobre todo cuando uno cree que el feminismo es un movimiento social necesario y justo), no sucumbir a la tentación de lo políticamente correcto, no sumarse al grito de empoderamiento, no acabar recogiendo firmas para sacar los ejemplares de Caperucita Roja de las escuelas (¡Y quemarlos en la hoguera junto a Perrault!). Por el contrario, cuando lo único que importa es el mensaje, cuando lo que nos guía es la necesidad de reparación y de justicia y no la literatura, es fácil pasar por alto la escasa calidad literaria de estas adaptaciones, las fisuras de unos relatos pobres que en muchos casos se reducen a una retahíla de mensajes moralistas que dicen a los niños y niñas cómo tienen que ser y que pensar en el siglo XXI.
“Los cuentos de tradición oral siempre se han manoseado mucho. Pensemos en Caperucita Roja y sus dos versiones más canónicas, la de los hermanos Grimm y la de Perrault, que tienen grandes diferencias. Pero ahora estos relatos han perdido su carga simbólica y psicológica, como bien explicó Bruno Bettelheim en los años setenta, cuando movimientos feministas quisieron eliminar estos cuentos del repertorio”, reflexiona Ana Garralón, profesora, traductora y crítica literaria especialista en literatura infantil.
Y es que esta tendencia no es nueva, sino que retorna de forma cíclica al calor de movimientos y revoluciones. El escritor James Finn ya parodió en los años noventa del S. XX esta búsqueda incansable de lo políticamente correcto que acaba rozando el absurdo en sus Cuentos infantiles políticamente correctos (Circe). Así comienza su particular, imperdible y desternillante versión de Caperucita.
Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevara una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representaba un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad. Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era.
Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse intimidada por una imaginería tan obviamente freudiana.
Una pérdida para la literatura y para la infancia
Para la Premio Nacional al Fomento de la Lectura 2016 por su blog Ana Tarambana, en estas adaptaciones “lo literario se pierde”. En primera instancia porque, como comentábamos con anterioridad, lo importante no es el estilo o la estética, sino el mensaje. En segunda instancia, para la experta, porque quienes escriben estos libros “no se caracterizan especialmente por ser buenos escritores”.
“Siempre me pregunto por qué no escriben historias nuevas y dejan de utilizar estos cuentos, pero entiendo que siempre es más fácil tomar algo hecho y modificarlo según tus intereses, en especial si se van a vender más que lo que pueda salir de tu pluma. En ese sentido, la ética de estos versionadores deja mucho que desear, pues solo parece importarles entrar en el circuito comercial”, afirma.
Y con esa búsqueda del elogio y la venta fácil, de lo políticamente correcto y de la uniformidad de pensamiento, pierde la literatura, pero también pierde la infancia. Porque los niños y niñas de hoy, los lectores del futuro, se ven alejados de los relatos tradicionales, de esas historias donde no cabía el buenismo y lo mejor y lo peor del ser humano convivían con la naturalidad con la que conviven en el mundo real y no en esa burbuja aséptica y falsa en la que queremos criar y educar a nuestros hijos.
“Obviamente los niños y niñas se están perdiendo el misterio de la literatura. No es de extrañar que niños que reciben estos libros luego no tengan ganas de leer. Son libros vacíos, cargados de mensajes buenistas que, sorprendentemente, provienen de sectores llamados de izquierda. Además, son libros bastante maniqueos -los buenos, los malos-: no hay matices, ni tampoco hay zonas oscuras como ocurre en las versiones originales. Para los niños es muy importante encontrar en la literatura cosas inexplicables, poder explorar ideas y sentimientos que están presentes en sus cabezas, pero que no saben expresar. La literatura, en estos casos, dialoga de una manera íntima con ellos, cosa que no hacen las adaptaciones, que han lavado y pulido esos matices”, argumenta Ana Garralón.
“Aunque no lo pretendan, los cuentos de hoy tienen una moraleja de la peor especie y eso es malo”, afirmaba en 2009 en declaraciones a EFE la escritora Ana María Matute, que añadía: “Lo políticamente correcto lo ha fastidiado todo. No le puedes leer a un niño un clásico, que son fabulosos, porque hoy hay que decirles amén a todo y que al final Caperucita se hace amiga del lobo. Y esto no es así, porque en la vida se van a encontrar con unos lobos tremendos. Al niño hay que decirle que hay cosas buenas, malas y tremendas y no darles una idea paradisiaca del mundo”.
Recordaba la escritora barcelonesa que “los mal llamados cuentos de hadas” no se escribieron para niños, sino que fueron “los niños los que los adoptaron porque les apasionaban”. Una opinión que comparte Garralón, quien cree que los niños prefieren las versiones auténticas de los clásicos. “El control y la instrumentalización de las lecturas es algo que los pequeños no pasan por alto, se dan cuenta de que algo no funciona”, afirma.
A diferencia de Matute, que no dudaba en afirmar que la literatura infantil actual “es una pena”, Ana Garralón se muestra más optimista y considera que “sigue habiendo apuestas arriesgadas, libros sorprendentes y buena literatura”. Lo terrible para la experta, no obstante, es que en pleno 2021 “se fabriquen esos potitos de lectura”, libros cargados de mensajes moralistas que, en su opinión, sustituyen lo que deberían ser buenos motivos de conversación entre adultos y niños. “Parece que los padres no se sientan a hablar con sus hijos y, en lugar de eso, les dan libros. Pero los libros no cambian nada y un cuento de ‘Las tres cerditas empoderadas’ no va a empoderar a ninguna niña. Pensar lo contrario me parece una especie de pensamiento mágico más propio de la infancia que de los adultos”, concluye.
Puedes seguir De mamas & de papas en Facebook, Twitter o suscribirte aquí a la Newsletter.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.