_
_
_
_

Groenlandia: la tierra de los suicidas

La isla que Trump aspira a controlar registra una de las tasas más altas de personas que se quitan la vida. La descolonización y la pérdida de la identidad han creado una espiral contagiosa difícil de romper

Una calle céntrica de Nuuk, la capital de Groenlandia, el pasado lunes.
Una calle céntrica de Nuuk, la capital de Groenlandia, el pasado lunes.Ivor Prickett (New York Times / ContactoPhoto)
Antonio Jiménez Barca

Todo el mundo en Groenlandia conoce a alguien muy cercano que se ha suicidado. Un buen amigo, un pariente, un hermano o un vecino. Un padre, una hermana, un compañero de clase o un alumno. Es imposible encontrar —este periodista no la encontró— una sola persona en esta isla congelada a la que el suicidio no le haya robado a alguien en una u otra etapa de su vida. La diputada del socialdemócrata Siumut Doris Jakobsen, de 50 años: “Claro que conozco. De hecho, una de las razones por las que entré en política fue por eso”. La licenciada en Ciencias Sociales Rikke Ostergaard, de 48 años: “Conozco, claro. Como cualquiera. Aquí, naces, vas al colegio, creces, te conviertes en adolescente, te fumas tu primer cigarro, tienes tu primer novio, se te suicida tu amigo, acabas los estudios… Forma parte de la biografía de cada cual”. Poul Pedersen, trabajador social, de 30 años: “Se suicidó mi mejor amiga y mi primo. Y mi mejor amiga se suicidó años después de que se suicidara su hermana pequeña. Cada vez que se suicida alguien aquí, nos preguntamos: ¿y quién será el siguiente?”. Maliina Abelsen, socióloga, de 48 años: “Conozco 10 personas por lo menos”.

Groenlandia, inmensa y vacía, del tamaño de México, sepultada casi por entero en hielo, habitada por 57.000 personas (los que caben en el campo del Betis) —y que Donald Trump aspira ahora a convertir en parte de Estados Unidos—, registra una de las tasas de suicidio más altas del planeta. La media mundial es de 9 personas cada 100.000 habitantes por año. En España ronda el 7. En Rusia, el 25, según datos de 2019 de la Organización Mundial de la Salud. En Groenlandia, según varios estudios, no baja del 80. Y ha sido mucho peor: en 1989 la epidemia suicida alcanzó un casi inconcebible 120. Durante esa época, los expertos consideraron que Groenlandia, ostentaba el extraño título de ser el lugar de la tierra con más suicidas.

Resulta fácil mirar alrededor y, de un modo casi automático, señalar al culpable: la falta de luz, el clima extremo, la soledad, la naturaleza descomunalmente bella pero también increíblemente hostil que conforma cada minuto que uno pasa en Groenlandia. En invierno amanece a las 11 de la mañana y no es raro ir al trabajo con una temperatura de 15 grados bajo cero y con una luna colgada de lo alto del cielo tan brillante como la que surge algunas noches de verano en Madrid a las dos de la madrugada. Los días despejados pueden ser heladores, como el martes pasado, en que se alcanzaron 17 grados bajo cero porque soplaba un viento del norte que nacía exactamente en el Polo; los días nublados, como el del jueves, arrastran a veces tormentas de nieve que convierten la tarea de caminar por la calle en una proeza. En días así —en noches así— no hay absolutamente nadie por la calle.

Afueras de la ciudad de Nuuk.
Afueras de la ciudad de Nuuk.Antonio Jimenez Barca Barca

Pero la explicación no es tan sencilla. No hay ningún estudio que demuestre que los suicidios en Groenlandia se produzcan menos en los días de verano, cuando la luz del día no desaparece y el sol danza sobre las cabezas de los groenlandeses 24 horas.

Hay viejas historias inuit. Cuentan que cuando los ancianos se sentían inútiles se dirigían a un precipicio y se lanzaban al mar a fin de no constituir una carga para el resto de la comunidad. Pero, aunque todo el mundo las conoce aquí, los especialistas advierten de que son solo eso: historias. De hecho, las personas que más se quitan la vida en la isla son hombres jóvenes de 20 a 24 años. Los suicidios, eso sí, son más frecuentes entre los inuit, que constituyen el 90% de la población, que en el resto. Otro factor apuntado es el de la masiva presencia de armas de fuego en manos de un pueblo de hábiles cazadores de renos, focas o caribúes que saben muy bien cómo usarlas. Pero los estudios demuestran que el método más habitual de suicidio en Groenlandia es el ahorcamiento.

Las tasas de suicidio se disparan actualmente en los pueblos y localidades de la zona este de la isla, las más atrasada, la más remota. En Groenlandia no hay carreteras más allá de las que enlazan la capital Nuuk con las afueras y que terminan, por ejemplo, en la universidad o en el cementerio, que en los días de invierno está completamente cubierto de nieve, con las desconcertantes cruces blancas de las tumbas sobresaliendo por encima. La comunicación entre poblaciones repartidas a lo largo de la costa y alejadas cientos o miles de kilómetros entre ellas depende de barcos, de avionetas o de helicópteros que, como el pasado miércoles, pueden quedarse en tierra debido a una repentina tormenta de nieve.

Nuuk, de 20.000 habitantes, cuenta con varios restaurantes, varias tiendas, muchas sedes de empresas, un museo nacional, una universidad, un centro cultural, un centro comercial y varios supermercados. Hay hasta puestos callejeros en los que se venden aparatos electrónicos y gorros de lana, abrigos o plumíferos. Todo se coloca en el suelo sobre una plancha de cartón para que no se estropee con la nieve. La vida es cara, pero los sueldos son también equiparables a los de Dinamarca —país al que pertenece este territorio autónomo—.

En las ciudades y aldeas del este no hay nada parecido. La tasa de alcohol y los problemas derivados del alcohol llegaron a ser tales que las autoridades prohibieron por ley hace años la venta de bebidas con más de 15 grados en determinadas localidades del este de la isla. Pero funciona el mercado negro. Una botellita de vodka puede llegar a costar más de 60 euros. Paralelamente a las altas tasas de alcohol, existen altos registros de abuso sexual y violencia machista.

Para tratar de entender el fenómeno hay que rastrear el origen. Porque no siempre fue así. Un informe publicado en marzo de 2023 en la revista BMC Psychiatry y que analizaba los suicidios en Groenlandia desde el punto de vista histórico concluía que las personas que se mataban a sí mismas comenzaron a hacerlo de manera masiva solo a partir de los años sesenta. En los setenta la tasa alcanzaba ya el 28,7. No paró de subir hasta el citado pico de 1989, en el que se alcanzó el 120. Tanto en Nuuk como en el resto de la isla. Con el tiempo, la tasa bajó —sobre todo en la capital— hasta estabilizarse, de media, en el actual 80 del país.

Cementerio de Nuuk, a las afueras de la ciudad.
Cementerio de Nuuk, a las afueras de la ciudad.Antonio Jimenez Barca Barca

Ha habido varias campañas del Gobierno groenlandés para tratar de atajar el problema. También se han implantado medidas como el auxilio telefónico para personas que tengan pensamientos o compulsiones suicidas. Pero hasta ahora no se ha logrado bajar la ratio. El estudio añade que la escalada de suicidios iba emparejada a la progresiva modernización y occidentalización de la isla, al hecho de dejar de ser una comunidad de pescadores y cazadores inuit y convertirse en otra cosa.

Identidad arrancada

La socióloga Maliina Abelsen ha estudiado durante muchos años la cuestión y tiene claro de dónde viene: “Yo he viajado a Australia y a Nueva Zelanda, y a Canadá, y en todas las sociedades colonizadas ha pasado lo mismo, y tienen unas tasas parecidas de suicidio. Y en Australia hace sol. Y no hace frío. Como en Nueva Zelanda. Cuando te arrancan de tu propia lengua, de tu propia cultura, de tu propia identidad, te sientes alienado hacia la sociedad y hacia ti mismo. Y en vez de sacar esa frustración hacia afuera y desencadenar una revolución, pues la vuelcas hacia dentro y te culpas a ti mismo por no ser lo suficientemente bueno”.

Abelsen relata historias de inuit enviados a Dinamarca a estudiar, “como mi propio padre”, que tras pasar más de 10 años en Copenhague, sacarse el bachillerato y una carrera, volvían a Groenlandia desarraigados y sin saber muy bien qué lugar ocupar en la sociedad porque no se sentían daneses por entero pero tampoco groenlandeses del todo. “Mi padre estuvo a punto de perder nuestra lengua”, explica.

A eso se suma el desplazamiento casi forzoso, a lo largo de los años setenta, de miles de pescadores y cazadores provenientes de las aldeas que tuvieron que irse a vivir a la capital. “Muchos sentían que estaban viviendo como en un zoo”, asegura Abelsen. “Y cuando despojas a alguien de eso de lo que está hecho y ese alguien pierde su identidad lo que sigue es el alcohol, y los abusos y la violencia y el suicidio”, añade.

Esa escalada de suicidios, a juicio de esta especialista, creó en la sociedad groenlandesa una espiral negativa, una suerte de enfermedad contagiosa que fue saltando de generación en generación. “Los suicidios se convirtieron en un patrón, en una epidemia. En una salida conocida. En algo acostumbrado. Conozco muchos jóvenes cuyo mejor amigo se suicidó y eso les llevó a pensar a ellos también que no habían sido buenos amigos, que no merecían vivir por eso, y acababan suicidándose ellos también. Con lo que la enfermedad se expande. Eso es lo que yo llamo la espiral negativa. Como la bebida”.

¿Cómo se sale de eso? “Pues abriendo la sociedad para curar todos los traumas que arrastramos, tanto individuales, como la culpa o el alcoholismo o la falta de identidad, como los colectivos, que tienen que ver muchas veces con nuestra relación con Dinamarca, porque hemos creado una sociedad basada en la noción de nosotros no somos tan buenos como los daneses. Eso es lo que mi generación cree. Pero las nuevas generaciones ya no piensan así”.

Casas de la ciudad de Nuuk, capital de Groenlandia.
Casas de la ciudad de Nuuk, capital de Groenlandia. Antonio Jimenez Barca Barca

El trabajador social Paul Pedersen está de acuerdo en esta especie de efecto dominó: “Un caso empuja a otro y ese otro contagia a otro y así. No se sabe cuándo va a acabar”. No es partidario de llevar a cabo una generalización, pero apunta una causa que se hunde en el carácter profundo del pueblo inuit. “Yo he vivido en Dinamarca. Algunos años. Y me dejaba estupefacto el grado de previsión en todo. ¡Había veces que alguien te citaba para tomar un café con tres meses de adelanto! Nosotros no somos así. Tal vez por el clima, pero sabemos que no merece la pena planificar todo tanto porque el clima puede cambiar de repente y volverlo todo del revés. No se puede mirar mucho más allá. Y por eso, cuando alguien está mal, psicológicamente mal, pues no ve la salida, no ve el futuro y acaba matándose. Somos un pueblo impulsivo. Estoy de acuerdo con Abelsen: si arrancas una flor de una planta y la trasplantas a otra, no será muy feliz. Pero no estoy seguro de que sea solo por eso. Creo que hay algo más, que no sé qué es. Es algo intrigante y aterrador”. Pedersen y su hermana se prometieron hace años que, pasara lo que pasara y les pasara lo que les pasara, jamás se suicidarían.

En la parte antigua de Nuuk, cerca de la casa del fundador de la ciudad, el clérigo Hans Egede, llegado en 1721, se encuentra una mujer inuit de no más de 25 años. Está fumando uno de esos cigarrillos electrónicos. El día es claro. No muy lejos se ve el mar gris y las montañas blanquísimas abarrotadas de nieve. La mujer trabaja de gerente en una empresa que confecciona trajes tradicionales, hechos con pieles de reno y de caribú. No son trajes para turistas. Son trajes destinados a la gente de aquí. Para que las pieles se curtan y se sequen es necesario que permanezcan todo el invierno extendidas, atadas a un tablero, al aire helado que sopla desde el norte. Ella procede de una aldea del este. Cuenta que en verano no es nada raro ver ballenas pasar desde la ventana de la casa. Ahora trabaja en Nuuk.

También conoce varias personas cercanas que se han suicidado. Dice que respeta su decisión. Que ellos deciden. Y a la pregunta de por qué lo hacen explica que no sabe bien, que tal vez esas personas hubieran necesitado hablar… Pero luego, fuma del modernísimo cigarro electrónico mientras mira al mar y luego al viejo tablero con la piel de reno. Y añade: “¿Sabes? No sé explicarlo en inglés. Para tratar de explicarlo y estar segura de lo que quiero decir necesitaría decírtelo en mi lengua. Por eso prefiero parar aquí. Por eso prefiero que no pongas mi nombre”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_