Duelo en el kibutz bajo los misiles de Hezbolá
Decenas de familiares y amigos despiden al joven Sivan Sade, último civil israelí muerto por un proyectil llegado desde Líbano
Llueve sobre mojado en forma de misiles de Hezbolá sobre el kibutz Kafar Masaryk. Decenas de personas despiden en la tarde del jueves al joven Sivan Sade, muerto la víspera, cuando los cohetes lanzados desde Líbano, a unos 20 kilómetros en línea recta, se dirigen de nuevo a esta comunidad agrícola. Es la realidad cotidiana del norte de Israel desde que hace 13 meses comenzara la guerra. Saltan las alarmas ante la detección de proyectiles volando hacia la zona y hay apenas unos segundos para ponerse a salvo. El cielo truena y las paredes tiemblan por efecto de las defensas antiaéreas que peinan el cielo a la caza del armamento enemigo.
De inmediato, todos los asistentes al primero de los siete días de duelo que marca la tradición judía, la shivá (siete en hebreo), se apresuran hacia la habitación de seguridad, con ventana y puerta blindadas, a ponerse a salvo. Son unos 40. No todos caben. Durante 10 minutos, el tiempo que impone el protocolo, se mantienen allí mientras muchos consultan el estado de las alertas en las pantallas del móvil.
A unos metros, en el salón de la vivienda, dos caballetes sostienen fotos de Sivan junto a una vela encendida. Asiste impasible a la escena de sus allegados poniéndose a buen recaudo, algo que él no logró. Familiares y amigos afirman que el joven pereció en una zona a la que la defensa antiaérea israelí no llega. Ya el jueves anterior, cinco personas, un israelí y cuatro tailandeses, murieron en un campo de manzanos de la localidad de Metula por el impacto de un cohete. Sivan es la víctima mortal civil número 43 en esta zona septentrional de Israel durante el presente conflicto, si se incluyen los 12 niños muertos a finales de julio en un ataque sobre un campo de fútbol de Majdal Shams, en los Altos del Golán sirios ocupados por el Estado judío.
A sus 18 años recién cumplidos, Sivan Sade era un amante de la agricultura y de las tareas del kibutz. Es aquí donde había nacido y donde residía con sus padres y sus dos hermanos, Ido, de 15, y Yoav, de 11. “Cada día suenan las alarmas y nos ponemos a cubierto, pero nunca pensé que le pudiera pasar a mi hijo”, deplora el progenitor, Assaf Sade, de 47 años, sereno, pero sin apenas poder pronunciar palabra. Sivan se encontraba trabajando en una de las parcelas adyacentes a la comunidad cuando saltó la alerta, salió del coche y trató de ponerse a salvo en una zanja, pero el cohete le cayó muy cerca.
Los servicios de emergencia, avisados por otro agricultor, llegaron y certificaron su muerte en el mismo lugar de los hechos. El Gobierno “habla mucho y no hace nada. Le pido que deje de hablar y comience a actuar”, reclama Assaf, que aprovecha incluso para recordar los 101 rehenes que permanecen todavía secuestrados en Gaza por Hamás y otros grupos armados palestinos. En la reunión familiar no se exteriorizan muestras de rabia, pero un tío de Sivan lamenta que Israel se haya convertido en una “dictadura” en manos del primer ministro Benjamín Netanyahu.
Solo las localidades a cinco kilómetros o menos de la línea divisoria con Líbano fueron evacuadas en los primeros días de contienda, unos 60.000 vecinos en total. Pero los ataques llegan a diario más allá, como a Kafar Masaryk, en forma de misiles y de drones. Lo hacen sobre viviendas o sobre instalaciones de seguridad y no siempre logra detenerlos el Iron Dome (cúpula de hierro), la capa más inferior del triple escudo antiaéreo israelí. Además de los 43 muertos civiles, ascienden a 34 los militares que han perecido en la guerra con Líbano, la mayoría durante la invasión terrestre emprendida a principios de octubre. Nada comparable, en todo caso, con las más de 3.100 víctimas mortales en territorio libanés.
Shaher Reshef, de 17 años, era uno de los mejores colegas de Sivan y, además, compañero en las tareas agrícolas. Esa misma mañana de jueves, cuenta Reshef, se habían dicho adiós con la mano a través de la ventana sin saber que esa era la última vez que se iban a ver. “El campo es lo que nos permite aferrarnos a nuestra ideología, al kibutz. No es una cuestión de dinero, es para ayudar a la comunidad, a Israel”, explica el chaval sin amago de derramar una lágrima ante la atenta mirada de un nutrido grupo de jóvenes sentados en una de las mesas con aperitivos dispuestas en el jardín del chalé familiar de los Sade. Lo recuerda en las largas jornadas en las que han trabajado desde el pasado verano en las parcelas desde el amanecer hasta el final del día.
En medio de su relato, Shaher Reshef recurre a la pantalla de su teléfono para mostrar algunas fotos. En una, aparece él mismo, metido en el agujero dejado en el terreno por un cohete; en otra, a cubierto en una tubería bajo una carretera, y, en otra, enseña los restos de armamento que han ido recogiendo a lo largo de la guerra. “Sabemos que hay riesgo de trabajar en estos campos. A veces han caído proyectiles a 300 metros, pero hay que seguir con las tareas”, comenta Reshef. Pero, de inmediato, añade que la defensa antiaérea no está activa en esos espacios. “En zonas abiertas no funciona el Iron Dome”, denuncia, dando a entender que las autoridades no lo consideran rentable. En el kibutz hay refugios y protección, pero en el campo no, recalca David Coren, de 51 años, cuñado de Assaf y tío de Sivan.
Otro de los presentes es Pelleg Shani, de 18 años. Hace solo dos semanas que había coincidido con Sivan. Fue en la shivá en memoria de un amigo común, militar, que murió en Gaza cuando un explosivo hizo saltar por los aires su tanque. Shani y otros amigos recuerdan que el propio Sivan se iba a incorporar el próximo marzo al servicio militar obligatorio.
Apenas a 200 metros de donde tiene lugar la ceremonia de duelo por el joven, impacta uno de los misiles junto a otra casa del kibutz. Esta vez no ha habido víctimas. Se repite la escena de vecinos acudiendo al lugar, una grúa extrayendo los restos del terreno, empleados municipales tomando nota de los daños a la vivienda y vecinos tratando de asumir que, mientras no se acuerde un alto el fuego, es lo que les queda. Sobre el chalé de la familia de Sivan, las estelas blancas de la defensa antiaérea israelí motean el cielo.
Lo observa elevando el rostro Gali Sade, de 20 años y primo del difunto. Hace una semana finalizó su servicio militar, que ha estado marcado por la guerra. Durante siete meses ha combatido en Gaza como integrante de la brigada de infantería Nahal. En el enclave palestino han muerto más de 43.000 personas durante la presente contienda. Gali ha estado desplegado en Rafah, en el extremo sur; en Nuseirat, en el centro, y, en los últimos días, en Yabalia, en el norte, donde el ejército mantiene una intensa ofensiva desde hace cinco semanas.
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