El campo europeo exhibe su fuerza
De los Países Bajos a Polonia, pasando por Alemania y Francia, la cólera de los agricultores recorre Europa y arranca concesiones a los gobernantes
El poder les teme. La mayoría de sus conciudadanos mira a los agricultores con una mezcla de distancia y respeto. Son pocos en la Unión Europea (UE), unos nueve millones, un 2% de la población, y generan un 1,4% del PIB del club comunitario. Pero poseen una influencia que otros movimientos sociales y sectores de la economía y la sociedad ni sueñan con tener. Y la utilizan.
De los Países Bajos a Rumania, de Francia a Polonia, un actor ha tomado la escena: el tractor, icono de un campo europeo que se moviliza y asusta al poder. “Quizá esto sea un punto de inflexión”, dice Dominique Moïsi, consejero especial del laboratorio de ideas Instituto Montaigne y observador de los corrientes de fondo que agitan a Europa y el mundo. “Tengo la impresión de que los agricultores se sienten irresistibles, que sus demandas son justas y que están en posición de fuerza para exigirlas.”
En cada país hay reivindicaciones particulares. Para el campesino polaco o el rumano, Ucrania representa una competencia más cercana que para el español o el francés, y este último disfruta de un estatus en su país que le concede un poder e influencia excepcionales. A veces los intereses chocan. Un lamento recurrente en Francia es por la supuesta competencia desleal de los productos españoles, más baratos. Pero algunas reclamaciones son comunes. Quejas casi idénticas en las autopistas de la región parisina que hasta el viernes estuvieron bloqueadas por decenas de tractores, o en una explotación de hortalizas en el Estado federado alemán de Renania-Palatinado.
El campo se moviliza en Europa contra los impuestos al carburante que lo ahogan en tiempos de inflación. Contra las normas medioambientales que considera excesivas y dañinas para la producción y la ecología que algunos califican de punitiva. Contra el papeleo y la burocracia que roba a los agricultores cada vez más tiempo. Contra la gran industria y las grandes superficies que, dicen, les esquilman y contribuyen a la bajada de sus ingresos. Contra los tratados de libre comercio que, según denuncian, los sitúan en desventaja ante países con normas menos estrictas y salarios más bajos. En contra de la posibilidad de que Ucrania, superpotencia agrícola, entre algún día en la UE, o al menos profundamente escépticos ante ella.
Ucrania y el medio ambiente. Es como si el malestar del campo europeo, y la cólera controlada que se ha expresado en este inicio de 2024, tocase algo esencial. El futuro de Europa y el de la humanidad.
A menos de seis meses de unas elecciones europeas en las que la derecha populista confía en consolidarse como alternancia a las formaciones moderadas, y ve en la protesta una oportunidad, el campo exhibe su fuerza. Es una fuerza tangible, que los agricultores esgrimen sin complejos: alimentan al resto. O, como decía esta semana montado en su tractor Pierre de Lassée, de 21 años, hijo y nieto de agricultores, mientras bloqueaba la autopista A-6 al sur de París: “Sin agricultura no habría nada para comer, y sin nada para comer, usted ya no existiría y yo tampoco.”
Disfrutan también, los agricultores, de un capital simbólico: en un mundo urbanizado y global, encarnan para muchos la conexión con la tierra, las esencias de un país. Y poseen una capacidad única para intimidar. Para hacer oír su voz no les hace falta sacar a centenares de miles de personas a las calles. A ellos les bastan unos cuantos tractores para cerrar una autopista o paralizar una ciudad.
Y funciona. Esta semana, el presidente francés, Emmanuel Macron, y su primer ministro, el novato Gabriel Attal, han desactivado con una batería de concesiones ―algunas, a costa del medio ambiente― una movilización de dos semanas que amenazaba con bloquear París. La Comisión Europea, ante el contagio de las protestas que llevaron a los tractores al centro de Bruselas, ha propuesto derogar la exigencia de dejar un porcentaje mínimo de terreno en barbecho, una reclamación del sector.
“Una pequeña minoría puede parar el país”, dice Lucas Lang, de 23 años, ganadero y cultivador de cereales en las afueras de Buhl, un pueblo a 20 kilómetros de la frontera franco-alemana. No expresa un deseo: es una constatación. Habla alsaciano, su lengua materna, y alemán y francés. Un europeo. En las últimas semanas, ha ido y venido de Alemania y Francia y de Francia a Alemania, cortando un viejo paso fronterizo y una carretera, o protestando junto a sus colegas germanos en este rincón entre Alsacia, Baden-Wurttemberg y Renania-Palatinado. Ha visto, como todos en Europa, lo rápido que los políticos han atendido algunas de sus peticiones, espantados ante la posibilidad de que el movimiento se enquiste.
“Tienen miedo”, afirma Lang, de pie a la entrada de su granja familiar, con 70 vacas y 100 hectáreas de cereales. “Saben que sin agricultura no hay país”.
El miedo en los despachos del poder, o al menos el respeto hacia los campesinos, recorre el continente. La victoria en las elecciones provinciales de Países Bajos de marzo de 2023 del Movimiento Campesino-Ciudadano (BBB, por sus iniciales en neerlandés) dio la alerta. El rechazo a las medidas para reducir las emisiones en las explotaciones agrícolas propulsó a este partido de tintes populistas. Y dio la señal de alarma. ¿Y si los esfuerzos para responder a la urgencia climática iban demasiado rápido y corrían el riesgo de alimentar a los populistas y radicales de derechas?
La pesadilla de los dirigentes europeos —los que van de la izquierda moderada a la derecha moderada, los que han liderado la construcción europea desde 1945— es que se repita un escenario al estilo de la revuelta de los chalecos amarillos en 2018 en Francia. Piensan en el hartazgo de los habitantes de las zonas rurales o de las ciudades pequeñas, que dependen de los combustibles fósiles para vivir y trabajar en zonas con pocos transportes públicos. O cuyo sustento, en el caso de muchos agricultores, depende del uso de sustancias contaminantes. El argumento es que, si la carga de la lucha contra el cambio climático recae sobre esa parte de la población, será combustible para los radicales.
En Alemania, la eliminación de las subvenciones al diésel agrícola encendió un movimiento que acabó llevando a miles de tractores a la capital, Berlín. A principio de mes, el vicecanciller y ministro de Economía y Clima, el ecologista Robert Habeck, sufrió un escrache mientras intentaba bajar de un ferri al regreso de vacaciones con su familia. Después, Habeck denunció: “Circulan llamamientos con fantasías golpistas, se forman grupos extremistas y se exhiben abiertamente símbolos étnico-nacionalistas”. La pujante formación de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD) intenta sacar provecho.
Unos 30 kilómetros separan la granja del joven Lucas Lang en Buhl (Francia) de la del veterano Jürgen Zapf, en Kandel (Alemania). La carretera cruza la llanura. Hay algo extraño a la entrada de cada pueblo: el cartel con el nombre está puesto al revés. Así empezaron a protestar en otoño los campesinos, saboteando las señales, pero enseguida debieron darse cuenta de que nadie lo veía en París: hasta que salieron los tractores no los escucharon.
La carretera entra en Scheibenhard, un pueblo que en realidad son dos, divididos por el puente sobre un riachuelo que hace de frontera. A una orilla de Scheibenhard, Francia; a la otra, Alemania: aquí el pueblo se llama Scheibenhardt, con una t final. El puesto de frontera dejó de ser operativo en los años noventa, cuando se levantaron las barreras, aunque volvieron momentáneamente durante la pandemia de covid. Ahora la caseta es una biblioteca con libros en francés y en alemán, mezclados. Esto es el epicentro de Europa, las tierras por las que alemanes y franceses se pelearon durante siglos y en las que, al final de la Segunda Guerra Mundial, nació la reconciliación, que alumbró la unidad europea.
“La Unión Europa nos ha traído 70 años de paz, y 70 años sin hambre, gracias a Europa”, dice Zapf mientras pasea a los visitantes entre los campos y hangares. “Por eso nos manifestamos: para que haya otros 70 años igual.”
La A-65, la autopista que sube hacia la ciudad industrial de Ludwigshafen, ruge a unos metros de la hacienda, el hangar está cubierto de placas solares, en el campo de espárragos vecino faenan los campesinos. Jürgen Zapf, de 53 años y tres hijos también dedicados a la agricultura, muestra el tractor con el que subió hace unos días a Berlín. Ha pegado un adhesivo con una imagen de la capital y una promesa: “Volveremos. Esto no ha terminado.”
¿La extrema derecha? “Nosotros, los campesinos, defendemos otros valores”, responde Zapf. El sector depende de la política agraria común europea ―la PAC, un tercio del presupuesto común― y parecería incongruente que abrazasen la causa del euroescepticismo. “Estamos a favor de Europa, no en contra”, dice el agricultor alemán. “Pero hay que reformarla, para que no siempre consista en nuevas leyes y normas, nuevas prescripciones”. En la vecina Francia, el Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen saca peores resultados entre los agricultores que en la media nacional. Pero el mensaje de antiglobalización y antiburocrático, los agravios ante las élites urbanas y la demonización del ecologismo pueden funcionar.
“Sin Europa no tendríamos las ayudas de la PAC, y en el mercado mundial, Francia pesa más gracias a Europa”, insiste en una autopista bloqueada, cerca de París, Alix Heurtaut, cultivadora de cereales y remolacha en la región parisina.
A 550 kilómetros de la granja de Jürgen Zapf, en la A-10 al sur de París, se hablaba a mediados de la semana de Europa y de la PAC. Y se escuchaba otro lamento: las dificultades para llegar a fin de mes entre los pequeños propietarios que se sienten abrumados por las deudas y la caída de los ingresos. A veces la ficción lo expresa mejor. “En resumen”, decía el narrador de la novela Serotonina, de Michel Houellebecq, “lo que ocurre en estos momentos con la agricultura en Francia es un enorme plan de despidos, el plan de despidos más grande actualmente en marcha, pero es un plan de despidos secreto, invisible, en el que la gente desaparece individualmente en su rincón, sin dar motivo de convertirse en un tema para BFM [la cadena de información continua]”.
Es, como muchas de las novelas de este autor, tremendista y exagerada en su retrato de la sociedad, pero expresa los temores profundos de una parte de la sociedad. Ahora se ha añadido otra amenaza, que para algunos de los agricultores entrevistados estos días es Ucrania. “Hoy por hoy, me está matando”, dice Ghislain de la Forge, 32 años, propietario de una explotación de 200 hectáreas entre París y Orleans. “No es culpa de ellos, pero matan mi empresa. Se ha facilitado la importación de cereales y ahora cada día pierdo dinero.”
Es jueves por la noche en la A-10, bloqueada en ambos sentidos. En el remolque de un camión, De la Forge come, bebe y bromea junto a una decena de campesinos que se ha conocido estos días. Acusan el cansancio. En unas horas se marcharán. A unos metros del camión, sobre la calzada, se forman corrillos, se hacen planes, se discute sobre si las concesiones del Gobierno son suficientes.
Unos kilómetros hacia el este, en la A6, una pantalla retransmite en directo la intervención del presidente Macron en Bruselas. Pierre Lacombe, cerealista de 35 años, no presta mucha atención. La conversación, como tantas estos días, deriva hacia Ucrania: “Para mí es inimaginable que entre en la UE. No podemos compartir lo que, de todas maneras, no tenemos”. Cuando se le pregunta si la solución es cerrar la puerta a los ucranios y negarles la posibilidad de ser europeos, responde: “Ahí, no sé qué responder, honestamente. Solo soy un pequeño campesino de Francia. Esto es un tema geopolítico que no controlo”.
“Habrá que explicarles a los campesinos que mejor tener a Ucrania con nosotros que en contra”, dice el politólogo Dominique Moïsi, “y que si Ucrania cayese en manos de Rusia, imagine las consecuencias alimentarias para el conjunto de Europa, con la inmensidad de tierras agrícolas en este país”. Concluye: “Hay que hablar de geopolítica con los campesinos”.
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