Milei y la ira que impulsa al nacionalpopulismo global
Una inmensa frustración ciudadana dio alas al candidato argentino, igual que a Trump, Bolsonaro, Meloni o a los promotores del Brexit. Pero hay diferencias en las causas de esa ira y en los planteamientos de los líderes
Como un eco, el rugido de la ira que da alas a los abanderados de proyectos políticos nacionalpopulistas aparece, similar, en distintos rincones del planeta. Javier Milei es el enésimo caso de una amplia ola ―en la cual destacan los episodios del Brexit, Trump, Bolsonaro y Meloni― que es una enmienda total al sistema político como rechazo popular a todas las opciones tradicionales. El efecto eco radica en las muchas similitudes entre distintos elementos de la internacional reaccionaria. Pero ello no excluye que, a la vez, existan algunas diferencias significativas en las causas de su éxito y en las propuestas.
Por características personales y planteamientos políticos, Milei es una figura hiperbólica, incluso en el marco del radical mundo de la internacional reaccionaria, y su victoria causa un especial espanto e incredulidad en las filas de progresistas y liberales moderados. No es para menos. Sus propuestas son de un extremismo excepcional, meridianamente desprovistas de fundamentos intelectuales sólidos, amenazantemente retrógradas en su conservadurismo e impulsadas además por un líder cuyos modales no destilan el sosiego deseable en un mandatario.
No obstante, la hipérbole de la motosierra de Milei entronca con el espíritu de rechazo a lo establecido propio de la internacional nacionalpopulista. Con el Reino Unido que votó el Brexit en contra de la posición de los principales partidos, de la patronal, de los sindicatos y en el que dominaba el “que se jodan los expertos”; con los EE UU conquistados por Trump y su mantra de “drenar la ciénaga”; con la Italia gobernada hoy por el único partido del hemiciclo que no apoyó el Gobierno de unidad nacional durante la pandemia ―el ultraderechista Hermanos de Italia―, que en esa legislatura tenía solo el 4% de los votos, que aprovechó esa oposición solitaria para disparar contra todo y todos y después se convirtió en el primer partido del país; con el Brasil que aupó a Bolsonaro, que no era representante de ninguno de los principales partidos del país.
Es el espíritu popular de la enmienda total a un sistema político apoyada en la ira de ciudadanos que sienten que este no les sirve, no les protege, no les funciona, que está sesgado y podrido. Esa profunda frustración alimenta la voluntad de cambio radical y encumbra a outsiders que predican un mix populista de satanización de la casta, nacionalismo, conservadurismo, revisionismo histórico, nostalgia de un pasado presuntamente mejor ―hacer grande a América de nuevo; recuperar el control supuestamente perdido en el Reino Unido; el desierto que empezó con la democracia en Argentina, etc.―.
Líderes habilidosos echan gasolina a ese fuego aprovechando las posibilidades del tiempo moderno, redes sociales hoy, y pronto, cada vez más, habrá que temer la inteligencia artificial. La política se lleva al terreno emocional, y una vez ahí, la racionalidad difícilmente se impone.
Pero esa raíz común no debe desdibujar las diferencias. Esa frustración se alimenta, según los casos, de resentimientos por causas nacionales o globales en proporciones diferentes. En algunos países predominan, por mucho, los primeros. En otros, parecen tener mayor relevancia los segundos.
En el caso de Argentina, es evidente que la victoria de Milei es un rechazo total a la gestión del peronismo kirchnerista. De forma parecida, el éxito de Bolsonaro se alimentaba de un antipetismo (PT, partido de Lula y Rousseff) arraigadísimo. En estos casos, las propuestas progresistas perdieron en gran medida por fracasos propios, sea por gestiones económicas de resultados nefastos, sea por la larga sombra de corruptelas que se extendían sobre ellas, más que por un anhelo nacional de cerrazón ante un mundo del que se importan problemas.
En otros casos, el auge nacionalpopulista responde en mayor medida a fenómenos globales, a un instinto proteccionista ante las vicisitudes globales, los desarrollos de un mundo interconectado, los dañinos efectos colaterales de cierto tipo de libre comercio, los movimientos migratorios, las tecnologías de las que algunos se benefician mientras perjudican a otros, el cambio climático y sus retos. En este apartado también la socialdemocracia ha pagado errores del pasado, su adhesión durante un amplio periodo a valores con aroma liberal, que la hizo poco distinguible de la derecha moderada. Pero en este caso parece incidir más un devenir general del mundo que tampoco es responsabilidad directa de la izquierda. Trump, Orbán o el Brexit encajan mucho en este esquema en el que el rechazo a lo que viene de fuera tiene un peso enorme y avala propuestas proteccionistas, nacionalistas, conservadoras, de anhelo de regreso al pasado.
Según cuál es la principal fuerza motriz, por ejemplo, las posiciones en materia de librecambismo, inmigración o política exterior pueden ser diferentes, o en todo caso tener mayor o menos peso en el planteamiento.
Otras diferencias intrínsecas al auge nacionalpopulista conciernen la procedencia del abanderado. En algunos casos ―como Milei o Bolsonaro― se trata de outsiders totales que alcanzan el poder. En otros, se trata de partidos tradicionales que se escoran hacia ese tipo de ideario ―republicanos en EE UU y tories en el Reino Unido―.
Los dos distintos escenarios tienen implicaciones diferentes ―los frenos que, a pesar de un viraje, puede seguir aplicando un partido tradicional, con largo recorrido, en el que sigan militando moderados, y la situación desatada de quienes no están embridados en ellos―, así como, por supuesto, la tienen la fuerza política de la que disponen en los Parlamentos ―mayorías absolutas o necesidad de negociar― y la calidad democrática de los países en los que logran el poder.
La ola nacionalpopulista no es ni mucho menos invencible, y sufre reveses. Recientemente, en Polonia o España. Se aprecia un patrón por el que sus pésimos resultados de gestión son sancionados en las urnas, impidiendo la renovación de mandatos allá donde la democracia mantiene suficiente vigor, como en EE UU (derrota de Trump); Brasil (derrota de Bolsonaro) o la propia Polonia (derrota del PiS). El caso de Hungría ejemplifica los riesgos de las circunstancias en las cuales la propuesta nacionalpopulista logra erosionar la calidad democrática, lo suficiente como para casi sofocar opciones reales de cambio (la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OCSE) consideró que las últimas elecciones en Hungría fueron libres, pero no justas).
Desgraciadamente, según coinciden en señalar los más respetados estudios internacionales en la materia, la calidad de la democracia retrocede en muchos lugares en el mundo.
Las derechas conservadoras tradicionales, en plena crisis de pánico por el auge de propuestas nacionalpopulistas radicales que las aniquilan (Francia, Italia) o les comprimen el espacio de una manera que les imposibilita gobernar sin ellos, cada vez más han decidido cooperar con los radicales o incluso comprar sus argumentos. La historia les juzgará por ello.
Las izquierdas socialdemócratas y los liberales, por su parte, deberían razonar a fondo. No ya solo sobre los problemas globales que dan alas a los ultras y ofrecer respuestas en clave de protección social (“La Europa que protege”, pregonaba Macron; “proporcionar seguridad”, señalaba Sánchez en su discurso de investidura). Esto es correcto y esencial. Pero es preciso analizar más a fondo todo el espectro de acciones y fallos que, desde los ámbitos de la moderación y el progresismo, han facilitado el fenómeno de la ola nacionalpopulista en el hemisferio occidental, un gravísimo peligro para el mantenimiento de derechos fundamentales y, en algunos casos, de los más básicos valores democráticos. El caso de Milei, probablemente el más radical de todos, demuestra que su desarrollo puede conducir a lugares inimaginables y explosivos.
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