Maldecidos por la esperanza
No hay nada, absolutamente nada, que pueda decirse sobre el conflicto que no encone a uno u otro bando. El lenguaje es inútil. Y, sin embargo, es lo único que tenemos
“En tiempos oscuros, ¿también se cantará?”
Bertolt Brecht
Como la mayoría de nosotros, no sabía qué decir, ni a mi familia, ni a mis compañeros, ni a mí mismo. Por eso, el lunes [posterior al ataque de Hamás en Israel] a primera hora envié un mensaje de texto a mis amigos Bassam Aramin y Rami Elhanan, sobre los que había escrito en mi novela Apeirogon, preguntándoles cómo les iba en medio de la terrible agitación que se desató durante el fin de semana.
Uno es palestino. El otro es israelí. Uno está en Jericó. El otro está en Haifa. Ambos han perdido a sus hijas a causa de la violencia y viven en la Tierra Santa del Dolor.
Les comenté en un chat de WhatsApp que pensaba que mi mudez era una declaración en sí misma. Claramente, se trataba de una evasiva por mi parte. Y lo sabía. Les pregunté cómo estaban encajándolo a nivel personal.
Bassam me respondió al cabo de media hora. Citaba un poema de Mahmud Darwish: “Mañana, la guerra terminará. / Los líderes se estrecharán la mano. / La anciana seguirá esperando a su hijo mártir. / La chica esperará a su amado esposo. / Y esos niños esperarán a su padre héroe. / No sé quién vendió nuestra patria. / Pero vi quién pagó el precio”.
Proseguía diciendo: “Sabemos que un día ocurrirá, pero la cuestión es cuándo; no se puede ocupar a millones de personas sin resistencia, este es el origen del problema y hay que resolverlo. Seguiremos alzando la voz tan alto como podamos para hacer que nuestro futuro sea mejor y más seguro para nosotros y para nuestros hijos”. Hasta el momento, más de 1.400 personas asesinadas y más de 4.000 heridos; veremos más derramamiento de sangre y más muertes antes de ver el final. El final es paz y justicia para todos en esta tierra”.
En menos de un minuto, Rami, su amigo israelí, había enviado un emoji triste con lágrima.
Sus respuestas me impresionaron profundamente. Eran sencillas. Claro que, en este conflicto en particular, la sencillez es un logro.
Bassam estaba diciendo que la guerra terminaría. En su opinión, la paz es inevitable. El tiempo lo cambia todo. No es cierto que solo los muertos conozcan el final de la guerra. ¿Quién iba a creer que, 20 años después del Holocausto, habría una embajada israelí en Berlín y una embajada alemana en Tel Aviv? ¿Quién habría soñado que el Muro caería? ¿Quién iba a pensar que habría una relativa tranquilidad en las calles de Belfast?
Bassam no es un sentimental. Pasó siete años en cárceles israelíes. Perdió a su querida hija por una bala israelí. Sin embargo, es un hombre que encaja en la construcción gramsciana de pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad. En otras palabras, estos son los tiempos más oscuros, pero el deber de Bassam es creer que hay un cambio posible acechando en el más allá. Negarse a creerlo sería morir.
En cierto modo, ha sido maldecido por la esperanza.
Rami también ha sido maldecido por su sentido de la esperanza. Como israelí, es consciente de que la ocupación ha corrompido el alma de su país. “Nada termina”, ha dicho Rami, “hasta que termine la Ocupación”. No le sorprende lo que ha ocurrido el pasado fin de semana. Solo le sorprende que no haya ocurrido antes. Esto no significa que no le rompa el corazón. Se lo rompe. Su corazón se rompe por todos, israelíes o palestinos u otros, que se ven obligados a visitar su país de dolor.
H. G. Wells dijo en una ocasión: “El pasado no es más que el principio de un principio, y todo lo que es y ha sido no es más que el crepúsculo del amanecer”. Puede interpretarse de dos maneras, como un optimista o como un pesimista. O tal vez sea mejor interpretarlo como una mezcla de estas dos cosas, un pesoptimista o tal vez un opesimista.
Le recuerda a uno, cómo no, que la otra cara de la desolación es una forma de consuelo.
¿Dónde encuentra uno consuelo en estos momentos? En ninguna parte, es la respuesta a corto plazo. No hay nada – absolutamente nada– que pueda decirse sobre el conflicto que no encone a uno u otro bando.
El lenguaje es inútil.
Y, sin embargo, es lo único que tenemos.
En el pasado, los estrategas israelíes consideraban sus incursiones en Gaza como una forma de “cortar el césped”. Uno entra, desbroza, corta y espera a que vuelva a crecer. Pero esta vez el césped ha decidido rebelarse. Se coló por debajo de la valla. La valla no funcionó. Y nunca lo hará.
Rami y Bassam tienen un paradigma que repiten constantemente cuando viajan por el mundo hablando de su difícil situación. “No tenemos que amarnos”, dicen. “Ni siquiera tenemos que caernos bien, aunque ojalá pudiéramos. Pero lo que sí tenemos que hacer, para evitar que hablemos a dos metros bajo tierra, es entendernos el uno al otro. Esto es lo más crucial. Debemos conocernos el uno al otro. No es suficiente, pero es algo”.
¿Tienen una solución precisa? No. Federación, confederación, un Estado, ocho Estados, 12 Estados, ¿quién sabe? Tal vez acabar con los bancos, dicen. O encontrar una manera de sancionar el odio. Golpear a la gente donde más le duele: en el bolsillo. A lo mejor, solo a lo mejor, también se les puede golpear en el bolsillo que a veces se encuentra sobre el corazón.
A uno le viene a la mente la canción de Nick Lowe que nos preguntaba: “¿Qué hay de divertido en la paz, el amor y la comprensión?”.
La canción tiene casi 50 años. Se sigue cantando.
De vez en cuando se escucha como es debido.
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