Afganistán, año 1: los talibanes hunden al país en la desesperanza
La guerra, la pobreza y el aislamiento internacional se imponen en el primer aniversario del retorno al poder del régimen fundamentalista tras la precipitada salida de las tropas de Estados Unidos
Mahsa, de 19 años, desespera ante el futuro que ha previsto para ella su familia, a la que considera atrapada por el yugo talibán. La milicia yihadista retomó hace un año el control de Afganistán tras 20 años de guerra frente a las tropas internacionales lideradas por Estados Unidos y ha impuesto una férrea dictadura. A Mahsa su familia ha decidido casarla con un hombre que le dobla la edad y al que no conoce. Cuenta que este vecino del pueblo la eligió a ojo durante una boda, fue después a casa a pedirle la mano a su padre y este dio el visto bueno para que se convierta en su segunda esposa. Ella asegura que, conscientes de sus reticencias, su padre, su madre y hasta su tío la presionan a menudo preguntándole qué va a hacer.
“Yo no tengo edad de casarme, quiero avanzar en mi educación y decidir yo misma sobre mi vida y mi boda”, comenta mientras deja escapar una leve sonrisa nerviosa desde debajo de la mascarilla, como quien está desnudando su intimidad ante un desconocido o lanzando comentarios inapropiados. La joven habita en un distrito de las afueras de Kabul, la capital de Afganistán, y ha empleado la triquiñuela de ir a visitar a su prima para, en realidad, acudir las dos a la cita con el reportero. “He venido a decirte que la vida de una chica de fuera de la ciudad no es la misma que la de una de la capital. Allí tenemos mucho más complicado salir de casa o formarnos”. Pero tiene miedo y descarta escaparse porque lo considera imposible. La familia de Mahsa no es talibán, pero tampoco se desvía de la senda consuetudinaria.
Aunque los matrimonios apañados entre familias son tradición en el país y tienen lugar independientemente de quien gobierne, la sombra del islam más estricto ha vuelto a encontrar acomodo en Afganistán con el regreso de los fundamentalistas, que ya ocuparon el poder entre 1996 y 2001.
Los talibanes culminaron de nuevo su control de todo el país con la toma de Kabul el 15 de agosto de 2021 y la implantación del llamado Emirato Islámico. En él desapareció el Ministerio de la Mujer y se recuperó el que ya instauraron en su quinquenio de poder previo, el Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio. Se ponía así fin a dos décadas de intervención por medio de tropas internacionales, entre ellas de España, lideradas por Estados Unidos, que se retiró del país precipitadamente ante el avance talibán tras gastar unos dos billones de dólares (1,9 billones de euros), es decir, unos 300 millones al día. Muchos se fueron por la cloaca de una corrupción sangrante. El resultado fue un país deshecho pese a esas cantidades ingentes de dinero supuestamente invertidas para sacarlo del subdesarrollo e instaurar instituciones democráticas al mismo tiempo que se libraba la guerra contra el terrorismo. El ejército entrenado por Estados Unidos y sus aliados, y la Administración encabezada por Ashraf Ghani, que huyó cuando los insurgentes entraban en Kabul, cayeron sin apenas resistencia.
Afganistán no solo sigue hoy en guerra ―lo está desde la invasión rusa a finales de la década de los setenta del siglo pasado―, sino que es más pobre y está más aislado diplomáticamente por el veto casi generalizado a la dictadura talibán. El Gobierno lo encabeza Mohammad Hasan Akhund, pero lo dirige en la sombra el mulá Hibatullah Akhundzada, al que solo se ha visto en público dos veces en el último año y que marca la línea ideológica. En este primer año de mandato, el régimen ha intentado mostrar primero una cara más abierta hacia el exterior, pero al mismo tiempo ha impuesto la censura y el control estricto en los medios de comunicación, ha sido acusado de ejecutar a exmilitares, cerrar el paso de las niñas a la escuela y ha obligado a las afganas a cubrirse de nuevo la cara. La “prenda ideal” para ellas sigue siendo el burka, dijo un portavoz en mayo.
El régimen, en cuyo Gobierno no cabe la mujer, también está arrinconado económicamente. Una parte importante de los donantes internacionales, que soportaban en un 70% los gastos estatales, han suspendido su financiación. Paralelamente, se han congelado las reservas en el extranjero del banco central de Afganistán, unos 9.000 millones de dólares, de los que 7.000 millones están en Estados Unidos. Los principales perjudicados de ese castigo, con la economía familiar hundida, son los afganos de a pie.
Ante la debacle que está suponiendo el cerrojazo económico, Washington ha aceptado negociar con Kabul un posible alivio del bloqueo. Sin embargo, la sombra de la duda flota en el aire tras el asesinato el pasado domingo del líder de Al Qaeda, Ayman Al Zawahiri, en un ataque llevado a cabo en la capital afgana por un dron estadounidense. El Emirato, a través de su representante ante la ONU, Suhail Shaheen, que está en Doha (Qatar), dijo el jueves, en medio de sospechas de que el régimen sigue protegiendo al grupo terrorista, que desconocían que el Al Zawahiri viviera en Kabul. La organización Human Rights Watch (HRW) reclamó ese mismo día que ese ataque no frene los contactos internacionales para desbloquear de manera “urgente” la economía afgana y la llegada de ayuda humanitaria. Mientras tanto, sigue abierto el complicado dilema surgido hace un año de cómo apoyar a un país que depende de las ayudas extranjeras, pero cuyo Gobierno no está reconocido y es repudiado por su fundamentalismo.
Por si fuera poco, Afganistán sufre una de las peores sequías de los últimos años y la guerra en Ucrania ha bloqueado durante meses una parte importante de las exportaciones mundiales de cereales. La consecuencia es que los precios de productos básicos se han disparado, según datos hechos públicos por Cruz Roja el mes pasado. Desde junio de 2021, la harina de trigo se ha encarecido un 68%, el aceite de cocina un 55%, los fertilizantes un 107% y el combustible diésel un 93%. Un total de 18,9 millones de personas, la mitad de los 40 millones de afganos, no tienen suficiente comida, alertó en julio el Programa Mundial de Alimentos de la ONU. La crisis afecta a las 34 provincias del país.
La capital no es ajena al hachazo de la pobreza. Tras unas ocho horas literalmente tirado en el suelo mendigando en los alrededores del bazar Mandawi, la recaudación de Miagul, de unos 80 años de edad, no pasa de los 50 afganis (poco más de 50 céntimos de euro). Una vaca le pisó de niño la pierna derecha y lo dejó discapacitado de por vida. Ahora un amigo lo lleva por la mañana en una carretilla y lo recoge por la tarde para poder pedir en la calle. Miagul apenas puede hablar y comunicarse. Cuida de él su hermana Magol, de unos 70 años, que se ha trasladado a vivir con él a una humildísima casa a la que se entra por una oquedad en el terreno de menos de un metro.
Fuera de esos callejones de casas de barro, sin asfaltar y salpicadas por las aguas fecales, la capital afgana es una ciudad militarizada donde la violencia sigue metida hasta el tuétano. El barrio de Kart-e-Sakhi ha sido escenario esta semana de un enfrentamiento armado con varios muertos entre fuerzas del Emirato afgano y miembros del Estado Islámico, organización terrorista escindida de Al Qaeda. Este grupo reivindicó en la tarde del viernes el atentado que había llevado a cabo un rato antes contra una mezquita chií de la capital en el que murieron al menos ocho personas, según el portavoz talibán Zabihullah Mujahid.
Los talibanes, que mantienen controles con agentes armados casi en cada calle, han heredado las decenas de kilómetros de altos muros de hormigón que se levantaron para impedir sus propios ataques y que siguen marcando el paisaje de la ciudad. Eso no impide que haya atentados con frecuencia.
Muchos de los talibanes que llegaron de las zonas rurales de otras provincias hace un año siguen en la capital. Por los alrededores de la mezquita de Pul-e-Khisti, a orillas del río Kabul, se pasea entre el bullicio de la tarde Mohamed Muslim junto a tres hombres de uniforme militar y armados. Proceden de la provincia de Lagmán, en el este. Uno de ellos lleva adherido a la camisa un emblema con el rostro de Mohammad Yakub, ministro de Defensa e hijo del fallecido mulá Omar, fundador del movimiento talibán. Mientras toman un zumo de frutas hecho en el momento en un carrito, Muslim, de 35 años, se presenta como comandante del Ejército.
Accede con una sonrisa a responder al reportero y a ser fotografiado. Pero sus palabras llevan siempre al lugar común de que quieren “paz y seguridad” y que “no tienen problemas con las mujeres” porque son sus “hermanas y madres”. Tras un año en el poder, y frente a la dura postura del régimen, aún reclama “algo de tiempo para que ellas puedan trabajar y estudiar”. “Podrán hacerlo bajo la ley islámica. Cuando ellas enferman han de ser atendidas por mujeres, por eso tiene que haber mujeres médicas”, explica este hombre, que tiene dos esposas y es padre de tres hijos y dos hijas. Cuenta orgulloso que se hizo talibán muy joven, que se maneja bien en la colocación de bombas y que pasó tres veces por la cárcel que Estados Unidos instauró en la base aérea de Bagram, al norte de Kabul. Fue liberado el verano pasado con el avance de sus correligionarios y ahora no oculta su “odio” a Washington. La muerte de Al Zawahiri para él no es más que “propaganda”.
En el prestigioso Centro de Rehabilitación Física de la Cruz Roja, abierto en Kabul en 1988 y que ahora cuenta con sedes en seis provincias más, no se habla de política. La forma de trabajar no depende de cuál sea el régimen y, al contrario que otros centros médicos, este no ha sido tomado por los talibanes. “La puerta está abierta para todos, no hacen falta papeles ni preguntamos quién es quién y todos los servicios son gratuitos”, destaca el doctor Helal Najmuddin, de 57 años, que dirige las instalaciones.
Lo que comenzó siendo un centro para víctimas de la guerra, casi siempre amputadas por minas antipersona, ha ido extendiendo sus competencias a pacientes con todo tipo de problemas motores. Ahora acoge a víctimas de accidentes de tráfico, malformaciones, personas con parálisis cerebral, poliomielitis o con lesiones de médula. Para saludar al periodista, el jefe de seguridad, Abdul Moquim Tarim, extiende con normalidad su prótesis de la mano derecha, que perdió hace 40 años en un accidente laboral. Solo en este centro de Kabul, donde la mayoría de los 300 empleados han sufrido alguna amputación, tienen registrados 94.845 pacientes y, en todo el país superan los 200.000.
“Discapacitados trabajando para discapacitados”, remarca el doctor Najmuddin, que cuando tenía 18 años perdió las dos piernas al pisar una mina y acabó estudiando Fisioterapia y, finalmente, dirigiendo el centro. También perdió sus piernas pisando una mina hace año y medio Aziz, un militar de 26 años que todavía está aprendiendo a andar sobre sus prótesis ayudado por las muletas. Solo en lo que va de año, este programa de la Cruz Roja ha implantado más de 16.000 prótesis en todo Afganistán.
Ante la imposibilidad de manifestarse libremente por la calle, una veintena de mujeres se reúnen en una casa de un barrio del oeste de la capital. Son voluntarias de la ONG Pen Path, que lucha desde hace más de una década por el derecho a la educación en zonas rurales. Llevan pancartas hechas con recortes de cajas de cartón en las que han pintado lemas con rotulador en dari y pastún, las dos lenguas locales, así como en inglés. “Permitan a las niñas ir a la escuela” o “Mujeres formadas para salvar a la sociedad”, reclaman. Homar, de 24 años y procedente de la vecina provincia de Logar, en el sur, lo deja claro: “Estoy aquí para defender el derecho a la escolarización de las niñas y hacer un llamamiento a las ONG internacionales para que los talibanes reabran las escuelas”. Desde que estos llegaron al poder, solo las niñas en edad infantil pueden asistir a clase. Las universitarias están permitidas, pero segregadas de los hombres.
“Sin profesores, ingenieros o doctores el país no va a avanzar”, entiende Fardin Ayar, profesor de Periodismo en la Universidad Kardan, que ahora da clase por separado a chicos, por la mañana, y chicas, por la tarde. Ayar no ve el futuro nada claro porque el “islamismo” por el que apuestan los talibanes, aunque los ve menos estrictos que hace 20 años, no sirve para que el país avance sin apoyo internacional. Su colega Noorullah Babakarkhil recuerda un salario por encima de los 1.000 dólares al mes frente a, aproximadamente, los 300 actuales. Explica el retroceso por el menor número de alumnos. “Los jóvenes no tienen esperanza en su futuro”, concluye.
Dewa, una estudiante de 18 años, contaba a EL PAÍS hace un año que su padre deseaba que estudiara Medicina, pero que ella aspiraba a ser astronauta. La cafetería de Kabul donde fue entrevistada entonces ya no autoriza a un hombre a compartir mesa con una mujer pese a ser uno de los locales más modernos. Dewa trata ahora de levantar un muro frente al hastío acumulado mientras hace balance de estos últimos 12 meses. “Perdí mi libertad, mi felicidad y mi oportunidad de estudiar”, señala al asegurar que los exámenes de acceso a la universidad siguen sin volver a celebrarse, por lo que está bloqueada. Se está preparando por su cuenta para tratar de conseguir una beca e irse a estudiar al extranjero. Pero su meta espacial de hace un año ha quedado aparcada. “Mis aspiraciones no valen más que mi padre. Quiero que esté feliz. Esta situación me ha ayudado a comprender que siendo médico puedo ayudar más a las personas que siendo astronauta”, reconoce inmersa en la ola de realismo. “Al final, sacrificas tu vida y las metas acaban significando muy poco”, zanja resignada.
A diferencia de Dewa, muchos de los afganos a los que este diario entrevistó y conoció en 2021 han logrado escapar. Entre ellos hay profesores, estudiantes, periodistas, políticos o activistas. Otros siguen intentándolo desesperadamente.
Mahsa, la joven de 19 años a la que quieren casar, relata que en su pueblo algunos muyahidines talibanes ya han elegido a chicas jóvenes para casarse. Es la forma que tienen de integrarse en la sociedad a trompicones empleando el ariete de la sharía (la ley islámica) tras años dedicados a combatir a las tropas internacionales. Lo hacen a ojos de la tradición y de esa ley religiosa, pero para Mahsa no dejan de ser matrimonios forzosos como el que pende sobre su cabeza. Al ser preguntada si hay algo que ella pueda hacer para impedir su propia boda, responde tajante que no. Pero de inmediato afirma que solo la advertencia que ha lanzado a su familia mantiene la fecha del enlace en el aire mientras siguen presionándola: “Si me casan, me suicido”.
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