Los testimonios de la matanza de Bucha: “Soy un civil, no disparéis”, y se oyeron cinco tiros
Los cadáveres se amontonan en una zanja abierta ante una iglesia de la ciudad. “Los rusos son bárbaros e inhumanos”, afirma un hombre al relatar la muerte a tiros de un vecino
Sasha, Kola, Pavel, Oleg… Los habitantes de Bucha van poco a poco cerrando la lista del terror, poniendo rostro al drama. Completar la nómina de los vecinos cuyos cadáveres aparecieron tras la retirada de las tropas rusas el jueves en esta localidad cercana a Kiev es un proceso doloroso pero necesario. Ya vendrá la investigación de lo ocurrido. Algunos de ellos fueron asesinados a sangre fría de un tiro a corta distancia mientras tenían atadas las manos, según han denunciado las autoridades ucranias y han observado algunos testigos. Para Moscú, todo es un montaje.
El terreno embarrado que rodea la iglesia de San Andrés de Bucha (unos 35.000 habitantes) alberga la fosa común en la que están siendo depositados los cuerpos. Algunos van envueltos en bolsas negras, otros en sábanas y otros dejan asomar sus extremidades fuera de la tierra. No lejos de allí, los habitantes de la calle de Yablunska todavía narran con estupor el hallazgo de una veintena de cuerpos después de que los militares del Kremlin dejaran la ciudad. El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, visitó este lunes la localidad y calificó lo ocurrido de “crímenes de guerra” y “genocidio”.
Oleg, un cocinero de una treintena de años, salió a por leña el 19 de marzo de su casa en un humilde edificio de nueve alturas, el que más destaca de la calle de Yablunska. Por eso era empleado por los francotiradores rusos. Aquella fue la última vez que sus vecinos le vieron. Su cadáver apareció 10 días después con las manos atadas con plástico. Su caso es uno más de los que han hecho infaustamente famoso el nombre de Bucha en todo el mundo.
Los vecinos del bloque, sin embargo, no tienen claro qué pudo ocurrirle. El relato que presenta más detalles es el de Yaroslav, de 50 años. Cuenta que Oleg les preparaba a veces barbacoas y que los militares rusos instalados en algunas viviendas del edificio y en casas aledañas le obligaron a cocinarles un día la comida. No saben si no quedaron contentos. Él, temeroso, les advirtió de que tenía mujer y una hija de cuatro años. Unos días después fue cuando Oleg salió a por leña del sótano en el que se protegía junto a unos 40 vecinos. Yaroslav le oyó gritar: “¡Soy un civil, soy un civil, no disparéis!”, al tiempo que sonaban cinco disparos mientras los rusos le daban el alto. “Tuc, tuc, tuc”, dice para explicar el momento. Nada supieron del cocinero después de aquello hasta que su cuerpo fue hallado boca abajo al lado del edificio el día que se fueron los rusos. Ni siquiera saben si estuvo ahí todo ese tiempo.
Yaroslav cuenta que, al darle la vuelta, se le salieron las tripas. El cadáver lo retiraron el domingo, como muchos de los muertos de la matanza en la calle de Yablunska. Luda, una vecina de 69 años, cuenta horrorizada su versión junto al charco de sangre y los restos de vísceras. Añade que una vecina del noveno murió durante estas semanas y su cuerpo sigue dentro de la vivienda. En el piso de Oleg, el quinto, su mujer, Natasha, prefiere no hablar. “Nadie entiende por qué lo mataron. Los rusos son bárbaros e inhumanos. Él no se comportó de forma agresiva y era una persona inteligente”, lamenta Yaroslav.
Justo al lado del bloque de Yaroslav, Luda y Oleg hay una promoción de viviendas mucho más nuevas y de aspecto más confortable. Algunas presentan impactos de balas o proyectiles de calibre grueso. Pocos cristales de las ventanas han soportado los combates. Es allí donde se instaló un “general” ruso, cuentan los que han sido sus vecinos estas semanas, el matrimonio formado por Lida, de 65 años, y Vasil, de 66. En medio del revuelo, la suciedad y el desorden, quedan un saco de dormir y dos paquetes de galletas del Ejército de Vladímir Putin. En una de las estancias llama la atención la pestilencia. Los militares defecaron en ella por doquier una vez que, por falta de agua, el inodoro quedó inutilizable. En la puerta de al lado, Lida enseña la bolsa con palitos de madera y la cocinilla de leña que ella y su marido improvisaron en la terraza. Pero había que extremar las precauciones, añade Lida, pues los francotiradores rusos impedían encender cualquier luz o fogata a partir de las cinco de la tarde por el toque de queda. Los ocupantes, además, destruían los móviles en manos de la población, como han denunciado vecinos de Bucha y también de la cercana Irpin.
En la misma calle de Yablunska, pero un poco más adelante, el matrimonio formado por Lesia, de 65 años, y Mujailo, de la misma edad, ofrece más datos. Ella cita entre los muertos hallados en el entorno de esta vía a Sasha, un compañero de clase de su hija, y a otro chico del barrio llamado Kola. También habla de Pavel. En ese momento, su marido añade que el lunes han encontrado también los cuerpos del hijo y el nieto de Pavel. “Los rusos no son humanos, son bestias”, comenta la mujer delante de su casa mientras celebra que no ha sido dañada por los combates. “Por favor, cuenten la verdad porque en Rusia viven bajo una gran mentira”.
“Cada día, cuando nuestros combatientes entran y recuperan un territorio, ven lo que ocurre”, señaló Zelenski a primera hora de la tarde del lunes a un grupo de reporteros en esa calle de Yablunska. “Son crímenes de guerra y serán reconocidos como genocidio”, dijo el presidente ucranio, según informó France Presse. El mandatario, cuya imagen se ha visto reforzada por su gestión de la guerra, se refirió a “miles de personas asesinadas y torturadas, con extremidades cortadas, mujeres violadas y niños asesinados”. La Fiscalía General de Ucrania, en un comunicado en Telegram, abundó en el horror de Bucha y afirmó que en el sótano de un centro sanitario infantil de la ciudad “la policía encontró los cadáveres de cinco hombres con las manos atadas”. “Los soldados de las Fuerzas Armadas rusas torturaron y mataron a civiles desarmados”, añadía el comunicado, informó la agencia francesa.
Junto a la iglesia de San Andrés, el padre Andrei Golovin no para de dar explicaciones a los reporteros que se acercan a contemplar la fosa de donde asoman algunos de los 68 cadáveres que afirma alberga la zanja. Cuenta que se empezó a llenar de cuerpos el 10 de marzo, lo que coincide con las estimaciones realizadas mediante imágenes tomadas por satélite de la empresa estadounidense Maxar Technologies.
Oleg fija también el 10 de marzo como el día de los primeros enterramientos masivos junto al templo, y dice incluso que los muertos se iban recogiendo con un trenecito infantil. El hombre, de 47 años, ayudó a dar sepultura a una mujer llamada Margarita y a sus dos hijos, Klim y Matvei, nacidos en 2012 y 2017. Murieron cuando el coche en el que iban de una zona a otra de Bucha fue atacado por un convoy de tropas rusas. El padre perdió una pierna y se encuentra ingresado en Kiev, explica Oleg, que acudió al coche a recoger los cuerpos el 27 de marzo y, con ayuda de otros vecinos, los enterró el 28. La familia, señala, había llegado hace dos años a Bucha huyendo de la guerra en Donbás, donde tropas ucranias y separatistas prorrusos combaten desde 2014.
La vida sigue, sin embargo, en medio de la consternación. Cada uno va retomando la normalidad lo mejor que puede. Niños y mayores atraviesan las vías del tren cargados con alimentos y garrafas de agua que les suministran los servicios municipales y diferentes organizaciones humanitarias. Luda, la vecina del fallecido Oleg, acude al supermercado que hay cerca de su edificio de la calle de Yablunska junto a otra vecina, Luba, de 61 años. Esta recuerda cómo los rusos les mandaban meterse en el refugio y evoca la imagen de Hitler con los judíos.
El establecimiento al que van las dos ha sido arrasado, se ven las heridas de guerra y un coche bombardeado en el aparcamiento. En la esquina de la calle, el cadáver de un hombre de unos 60 años yace junto a varios productos y alimentos sin abrir y desparramados alrededor. Luda y Luba pasan por delante como si el cuerpo, bien conservado por el frío y sin grandes daños por disparos o metralla a primera vista, no estuviera ahí. Reconocen que lleva ahí varios días. Creen que es alguien del barrio que vivía solo y encontró la muerte cuando la presencia de militares rusos en la localidad tocaba a su fin.
Tras atravesar por una alfombra de cristales, se accede a un local que parece un escenario de película. Una parte importante de las estanterías se encuentran vacías, charcos por el suelo, productos desparramados por todos los sitios, parte del techo descolgado… Las dos mujeres se llevan algunos zumos, tomate triturado y otros alimentos. Ambas reconocen que no está bien lo que están haciendo, pero, al mismo tiempo, afirman que no les queda otra. Un gato maúlla mientras las observa subido a una de las cajas registradoras.
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