Nushin, de joven fiscal a perseguida por los talibanes
Una jurista afgana se oculta de los fundamentalistas, a quienes responsabiliza del asesinato de tres colegas
Han asesinado a tres fiscales y Nushin no quiere ser la cuarta. Por eso ha decidido esconderse como hasta ahora hacían los criminales a quienes perseguía. Nushin, un apodo para evitar que la identifiquen, tiene 30 años y es una mujer de la minoría hazara en un Afganistán que los talibanes han rebautizado Emirato Islámico. La ideología extremista suní de este movimiento menosprecia a las mujeres y al chiísmo que practican los hazara, quienes representan alrededor de un 8% de la población.
Nushin asegura que “los talibanes no consideran a la mujer como un ser humano igual que el hombre, sino que la ven como un objeto, alguien que se ocupa de las tareas del hogar y satisface su lujuria”. Esto, en su opinión, explica que no solo las excluyan de la vida social, sino que se entrometan en su vida privada, cómo deben vestirse o con quién pueden relacionarse.
Esas limitaciones imposibilitan su trabajo como fiscal. “Tenemos que estar en contacto con jueces, delincuentes, perjudicados tanto hombres como mujeres, y los talibanes consideran pecado que la mujer tenga cualquier tipo de trato con los hombres y mucho menos que intervenga en juicios”, dice. De ahí que no tenga la mínima esperanza de que vayan a permitirles volver al trabajo en la Fiscalía o los juzgados.
Recuerda el 15 de agosto, cuando los fundamentalistas entraron en Kabul, como “un día terrible”. “Llegué a la oficina a las ocho y pico, y enseguida me di cuenta de que las cosas no iban bien; había pocas mujeres”, evoca. Sus compañeros le advirtieron de que debía volver a casa cuanto antes porque los talibanes estaban entrando en la ciudad. “Me asusté mucho, sabía lo que significaba”, señala.
Pidió a un compañero que la esperara y la acompañara, pero no lo hizo. También solicitó ayuda a otro que hablaba pastún (el primer idioma entre los talibanes) y que tenía coche, pero se escabulló. “Me asomé a la calle y sentí un nudo en la garganta, temblaba de miedo: todo el mundo intentaba regresar a sus hogares, pero no había coches, solo vehículos militares”.
Cuando, por fin, logró que un taxi la llevara a casa, la decisión estaba tomada. Esa misma noche abandonó a los suyos y se refugió con unos parientes. “No podía creer que los talibanes hubieran vuelto al poder tras 20 años. No podía creer que ya no era libre. Todavía vivo con mucho miedo”, confía durante una conversación por WhatsApp.
Su temor no es infundado. Desde entonces, los talibanes han asesinado a tres de sus colegas en Kabul, Kandahar y Panshir sin que los medios locales hayan informado de ello. Nushin lo atribuye a que el nuevo régimen “ha limitado muchísimo” la actividad de la prensa, algo confirmado por numerosos periodistas afganos. “Nadie puede denunciar el asesinato de funcionarios”, asegura, “yo me enteré de estos a través de otros compañeros de trabajo. Los talibanes van de casa en casa buscando a los funcionarios”, afirma convencida de que la situación está empeorando, algo que le hace cambiar de domicilio con frecuencia. “A mí, me han buscado en todas las casas del barrio donde he vivido”.
No cree en las promesas de los fundamentalistas. “Los talibanes mienten. Dicen que han decretado una amnistía, pero en realidad han liberado a los delincuentes de las cárceles”, expone. Eso agrava los problemas de Nushin que, como otros compañeros fiscales, trabajó en casos de asesinato vinculados con los milicianos y ya recibió amenazas. “Tuve que salir de Kabul y vivir unos meses en Bamiyán. Ahora que esos criminales están libres y los talibanes están en el poder, yo no me siento segura”, declara.
Nushin, que trabajó para pagarse los estudios universitarios de Derecho en una universidad privada, logró superar las pruebas para ser fiscal con un programa de preparación organizado y financiado por Estados Unidos. Pero su felicidad quedó sepultada en las dificultades de una sociedad profundamente machista y discriminatoria hacia las minorías. “Tampoco el ambiente laboral era ideal antes de la llegada de los talibanes”, señala.
Cuenta que jefes y compañeros de trabajo la discriminaban por ser mujer. “Hablaban de mi forma de vestir, decían que la mujer debe quedarse en casa. Nuestra oficina también nos discriminaba; por ejemplo, nos enviaban a propósito a regiones inseguras donde no teníamos ningún familiar”, relata. Además, tenían menos privilegios: no recibían el complemento salarial que recibían los hombres o cuando, ante la creciente inseguridad, a estos les dieron pistolas, a ellas se las negaron. “Cuando preguntamos la razón, nos contestaron que éramos mujeres y no sabíamos disparar”, añade.
El hecho de ser hazara también añadía otro motivo de discriminación. “Casi todos los días tenía que hablar con mis compañeros para convencerlos de que los hazara como el resto de los afganos somos ciudadanos con los mismos derechos”, explica. Esa comunidad ha progresado mucho en durante las dos últimas décadas, sobre todo en el terreno académico, lo que ha facilitado su acceso al funcionariado. “Es algo nuevo para el resto de las etnias y se muestran reacias a aceptarlo”, admite.
Pero todos esos problemas palidecen ante lo que supone el regreso de los talibanes. “En los últimos 20 años han demostrado que no han cambiado, solo que ahora son más listos que antes, en especial en sus relaciones públicas”, declara convencida de que su lenguaje moderado únicamente busca ganarse la confianza de la comunidad internacional. “Necesitan los créditos y quieren beneficiarse de la ayuda humanitaria”, subraya. Por ello pide que no se les reconozca y que la asistencia al pueblo afgano se haga “de forma directa, sin pasar por las manos de los talibanes”.
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