Un Egipto sin los egipcios
El sueño de la libertad duró poco: hoy la represión no conoce límites y ese es el legado imborrable de Mubarak
Hosni Mubarak, el presidente egipcio derrocado por la revolución de Tahrir tras 31 años en el poder, ha muerto en su cama, sin rendir cuentas a la justicia. Mientras, 40.000 presos políticos se pudren en las cárceles del nuevo dictador, el general Abdelfatá al Sisi, un hombre forjado a su sombra, la larga sombra del régimen militar egipcio.
Mubarak no ha cumplido con la justicia como no cumplió las promesas de reforma democrática con que inauguró su mandato en 1981, tras el magnicidio, a manos yihadistas, de su predecesor, otro militar, Anuar al Sadat. Mubarak nunca le fue fiel a nada más que a sí mismo, a su yo militar, y andando los años, a su yo clánico. Los egipcios, siempre dados a las bromas, comparaban su flema con la de los búfalos, a los que no hay forma de espantar cuando tienen las patas bien hundidas en los pastizales del Nilo.
Esta inmensa confianza en su ego le permitió sobrevivir durante tres convulsas décadas de cambios mundiales, a fuerza, básicamente, de tres cosas: de un alineamiento sin fisuras con Estados Unidos, de la aplicación de las recetas económicas del FMI y de un pragmatismo interárabe que igual le daba la mano a Gadafi que al rey Fahd. Pero tanto endiosamiento también acabó siendo su ruina. Por dentro, Egipto se desmoronaba y una noche de febrero de 2011 Mubarak no fue consciente de la capacidad performativa de un grito que la calle venía repitiendo en los últimos años: "¡Kefaya!" (¡basta!). Entonces los mismos militares que le habían sostenido en lo bueno le dejaron caer en lo malo.
El estamento militar egipcio recordará estos días al héroe de las guerras del pasado. Eso era Mubarak: una momia de otro tiempo, un tiempo que el politólogo francoegipcio Anuar Abdel-Malek caracterizó, en fórmula memorable, como “Egipto, sociedad militar”. No es ese el Egipto del siglo XXI, por más que los militares hayan impuesto su lógica de plomo tras el golpe de Estado contra Mohamed Morsi en 2013 y ahora el país se desangre silenciosamente. Los jóvenes que llenaron las plazas y derrocaron a Mubarak (el 61% de la población tiene menos de 30 años) jamás pudieron imaginar la magnitud del Estado profundo, su furia ante la más mínima señal de cambio. El sueño de la libertad duró poco: hoy la represión no conoce límites y ese es el legado imborrable de Mubarak: un Egipto que se sostiene contra los egipcios.
Poco importa el origen personal, la militancia o la adscripción política, nada ni nadie está a salvo de la paranoia represiva de la casta militar que se cuadrará en los funerales de Mubarak. Es una huida hacia delante que atenta contra el país mismo. Y mientras, la comunidad internacional calla: la estabilidad de Egipto es demasiado importante. Aunque sea sin los egipcios, como pensaba Mubarak.
Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes de la Universidad Autónoma de Madrid. Su libro más reciente es Entre la sharía y la yihad. Una historia intelectual del islamismo (Catarata, 2018).
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