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Historia de un juez invisible

Los senadores no están poniendo el trabajo demasiado fácil al presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, que ejerce de árbitro en el 'impeachment' al presidente

Pablo Guimón
El juez John Roberts da por concluida la sesión el pasado viernes en el Senado.
El juez John Roberts da por concluida la sesión el pasado viernes en el Senado.AP

“Cuando se juzgue al presidente de los Estados Unidos deberá presidir el del Tribunal Supremo”. Artículo uno, sección tercera, cláusula sexta. Y ya. Eso es todo lo que dice la Constitución sobre el papel que le ha sido encomendado a John G. Roberts Jr., presidente de la más alta instancia judicial del país, cuya posición en el Senado es más incómoda de lo que sugiere la butaca acolchada, más alta que las otras y reservada al vicepresidente del país, en la que echa las tardes desde que, hace 10 días, diera el solemne paseíllo desde el Supremo hasta el Capitolio.

Con esas indicaciones, y solo dos precedentes históricos para sentar jurisprudencia, uno hace 21 años y otro hace 152, lo que debe o no debe hacer el presidente del Supremo en un juicio de impeachment es objeto de debate, en los pasillos y en la academia. Un debate en buena medida estéril, pues la única otra cosa que está clara, por la historia y por las reglas aprobadas por el Senado, es que su labor es básicamente ceremonial y cualquier resolución que adopte puede ser impugnada por un voto mayoritario de los legisladores que aquí, en este lado del triángulo que dibujó Montesquieu, son los que mandan.

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Y ahí está el juez Roberts, que mañana cumple 65 años, a solo unas pocas calles del Supremo pero tan lejos de su zona de confort. Sentado sin voto y casi sin voz durante largas jornadas, objeto de una atención desconocida en su trabajo de día, pues el alto Tribunal no permite grabar en vídeo sus deliberaciones. Por suerte para él, la paupérrima retransmisión en directo de las sesiones en el Senado, que apenas ofrece un estático plano medio del orador de turno, y el hecho de que la tribuna de prensa está situada justamente encima de su tonsurada coronilla, poco hacen por satisfacer la curiosidad de los estadounidenses hacia su más elevado juez, al que apenas han podido escrutar desde su propia comparecencia en este mismo edificio cuando fue nominado por el presidente George W. Bush en 2005.

Que el juez Roberts evite los focos no es gratuito. Parte de su labor como presidente del Supremo es proteger a la institución del terremoto partidista que sacude Washington. Y ahora la historia le ha colocado en el epicentro exacto de ese seísmo.

El Supremo no vuelve a reunirse para deliberar hasta el 24 de febrero, pero eso no quiere decir que, mientras dure el juicio en el Senado, Roberts pueda abandonar del todo sus quehaceres: para permitirle atenderlos, las sesiones empiezan a la una de la tarde. Sobre el escritorio del juez descansa un voluminoso legajo, con casos tan importantes como el aborto o las armas de fuego. Y algunos de ellos, como el del intento de la Administración de retirar a jóvenes inmigrantes las garantías contra la deportación, derivan de acciones concretas del presidente al que se está juzgando en el Senado. Por eso es tan importante que Roberts regrese al Supremo con su reputación limpia de cualquier sospecha de sesgo.

Las partes no se lo ponen del todo fácil: ya al final de la maratoniana primera jornada, el tono bronco de los oradores le obligó a intervenir. “Creo que es apropiado para mí, en este punto, amonestar tanto a los gerentes de la Cámara de Representantes como a los abogados del presidente, en iguales términos, para recordarles que se están dirigiendo al más importante órgano deliberativo del mundo”, les soltó. Un alarde de finura y ecuanimidad del que, según algunos medios de la izquierda, no ha hecho gala al tolerar cierta indisciplina de algunos senadores republicanos, que abandonan la sala con demasiada frecuencia, cuchichean y a alguno hasta se le ha visto haciendo aviones de papel, contraviniendo las “directrices de decoro” aprobadas por la mayoría.

Con la salida del juez Anthony Kennedy y la llegada de Brett Kavanaugh, el curso pasado fue el primero en que Roberts presidió un Tribunal Supremo de inequívoca mayoría conservadora. Y los críticos defienden que su sesgo republicano está dejando huella en la jurisprudencia. Pero Roberts, graduado summa cum laude en Historia por Harvard, no desaprovecha la oportunidad en sus escasas apariciones públicas para subrayar su respeto a las instituciones, y calificar su papel en la que preside como la de mero árbitro. “Nadie ha ido nunca a un partido a ver al árbitro”, dijo en su audiencia de confirmación hace 15 años en el Senado. La misma solemne sala donde ahora, a requerimiento de la Constitución por la que vela, se juega su papel en la Historia.

Sobre la firma

Pablo Guimón
Es el redactor jefe de la sección de Sociedad. Ha sido corresponsal en Washington y en Londres, plazas en las que cubrió los últimos años de la presidencia de Trump, así como el referéndum y la sacudida del Brexit. Antes estuvo al frente de la sección de Madrid, de El País Semanal, y fue jefe de sección de Cultura y del suplemento Tentaciones.

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